Un descubrimiento inesperado

Abrió el libro de recuerdos. Uno forrado de raso, para una niña, por el color. Con rayajo de lápiz rojo en la primera página. Por lo demás nadie anotó  ni el peso, ni la talla con las que nació. Nadie había anotado su nombre ni el de los padrinos, ni la fecha de su bautizo... 
-¿Por qué habrán guardado esto? Lo podían haber regalado. Debía estar de moda.
Al llegar a las dos últimas páginas se encontró con una cuenta de ¿restar?

                                                                 
La carilla siguiente estaba llena con las anotaciones del peso de un bebé que en un mes apenas había ganado doscientos gramos. Las fechas no tenían año, pero los datos le hicieron comprender que eran sus datos. La letra de su padre y de su madre alternándose de forma aleatoria, el orden con que lo hicieron, la disciplina por ambos establecida y  respetada durante ocho meses consecutivos, hicieron que se le llenaran los ojos de lágrimas. ¿Por qué no había querido haber visto antes ese esfuerzo?
Oyó una voz de su interior que le decía que para no tener  que quererlos. 

Le habían contado muchas veces que tuvieron que gastar mucho en medicamentos, que la tata la sacaba todas las mañanas con el primer rayo de sol hasta que eran las nueve. Que su médico no paraba de probar distintos tratamientos. Que su abuelo, pediatra, se asustó al verla con dos meses, se encerró en su despacho y sólo salió para visitar al catedrático de pediatría de la Facultad de Medicina San Carlos, en Atocha, donde él había estudiado. Que a su madre le costaba mucho trabajo encontrar plátanos que estuvieran en su punto en la ciudad en la que vivían. Que le tenía que pedir a tía Concha, la hermana de su suegra, que se acercara a la frutería de Rafalita,  en la calle Concepción, a ver si le habían conseguido plátanos en la lonja, porque tomaba cinco al día mezclados con leche de almendras. Que no podían estar verdes ni pasados. Que su madre no se dio cuenta de la gravedad de la situación hasta que tía Concha le dijo si había pensado que la niña se podía morir. Que fue entonces, y no antes, cuando le pidió al pediatra que fuera concreto para "prepararse". Que el pediatra le dijo que no se iba a morir por la familia en la que había nacido, haciendo referencia al diagnóstico conjunto de tres pediatras, a los cuidados de la tata, la preocupación de sus padres y al dinero de la familia.
Esas explicaciones  le habían pesado como una losa siempre. En su adolescencia, cuando intentó hacer valer su punto de vista, la elección de sus amigos, se convirtieron en arma arrojadiza.
-Cómo te atreves con lo que te hemos cuidado-.

Ni la tata ni el abuelo recurrieron a esa trampa jamás. La tata se fue cuando ella era pequeña, cuando tenía doce años, y el vínculo no pudo ser muy consistente, le habían insistido en que era de otra clase, era una chacha. Era de catetos expresarse como ella lo hacía y Lula no quería que su madre pensara que ella era igual. El lazo con el abuelo, sin embargo fue creciendo, y si no fue mayor fue por la distancia de las dos ciudades. La suya, provinciana del sur, y la de él, de la capital cuando todo estaba centralizado,  médico de cierto prestigio en la posguerra, estudioso por curiosidad nata, más humilde que orgulloso, notario de su propia vida en sus últimos años.

Ahora, ese gesto tan poco usual en sus padres le resultaba revelador. 
Empezaban el 15 de abril, cuando ella tenía un mes, y acababan el 29 de diciembre de ese mismo año. 
Recorrió con los ojos aún anegados todas las cifras buscando 6,300. Correspondía al 17 de octubre, cuando cumplía 7 meses. En siete meses había ganado poco más de dos kilos y medio. Entonces sonrió con tristeza, al menos le habían echado un poco de humor, en una foto de carnet de familia numerosa aparecía con seis meses, más orejas que otra cosa, la famosa foto del pitraco,  ella mirando con ojos ávidos al fotógrafo. Decía la tata que era un poco trasto, que en cuanto tuvo fuerza para ponerse de pie le cogía el despertador para jugar con él, que le interesaba casi cualquier cosa.
El 29 de diciembre, con nueve meses y medio, debieron pensar que estaba fuera de peligro.

Lula pensó que era curiosa, a veces  odiosa,  la manera en que cada uno procesaba la información. Deseó no haber sabido nunca el castellano. Hubiera querido más a la tata. Hubiera querido más a sus padres. Hubiera tenido que leer los gestos de su cara, los hechos concretos en vez de los dicursos. Tal vez hubiera visto menos distancia entre lo vivido, lo sentido y lo dicho. 
O no. Es fácil soñar con retrospectivas más brillantes, con futuribles más alegres, más felices.

Agradeció no obstante, poder ver, aunque fuera tan tarde, una madre más generosa, más sensible de lo que ella misma se había vendido.

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