Tío Carlos

Delgado, jovial, con un tabique por nariz casi tan grande como su sonrisa, el tío Carlos fue de los cercanos de su infancia. Llevaba mucho tiempo retirado cuando Lula lo conoció. Era, por parte paterna, el único tío abuelo que tenía. Como no tenía hijos se apoyaba mucho en el padre de Lula en los asuntos del campo. Y él, su padre, le quería mucho. 
Algunas tardes se presentaba con un manojo de palodú de palo que él mismo recogía.
-Mucho mejor que los caramelos esos que compráis. Esto no ensucia la lengua.
Alguna vez al verlo llegar corrían a preguntarle
-¿Has traído?
-No seas interesada, no se pide Lula, dale un beso.
Lula aprendía rápido. Así que, cuando lo veía llegar, se acercaba corriendo al coche y miraba por las ventanillas.
- ¡Hola!
El tío Carlos se bajaba del coche, esperaba remolón a que todos estuvieran cerca. Entonces se quitaba la dentadura y los perseguía con ella en la mano amenazando morderles de esa guisa.

Al recordarlo Lula sentía el mismo cosquilleo en el estómago, la misma desesperación por alejarse, muerta de risa y miedo hacia la puerta principal, donde ya estaba esperándolo su padre.
Poco después algo alertó a la familia. De hacer grandes regalos y derrochar optimismo, pasaba a no querer levantarse, a encerrarse en su habitación.

¡Pobre Carlos!Acabó sus días en un psiquiátrico. Dicen que no superó el electroshock.

Después de leer lo que acababa de escribir, arrancó la hoja, hizo una bola y la tiró haciendo canasta en la papelera.

No podía contar mucho más de él. No se acordaba. Sabía que había sido militar, que cuando empezó a manifestarse su enfermedad le regaló a su hermano mayor, que entonces tendría nueve o diez años,  una escopeta del 20. Que estaba casado con la tía Rosita, una señora rubia a la que se le caían un poco los dientes cuando hablaba, pero que era cariñosa y sonriente. Y una cosa que jamás llegó a entender bien. Al no tener hijos prohijaron a una sobrina: Elisa. Era simpática y adoraba a sus tíos. Acompañó a tía Rosita hasta su muerte. 

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