Cuarto de primaria

Empezamos curso sabiendo que comenzaba un nuevo plan de estudios. La recién aprobada Ley General de Educación, que estableció la enseñanza obligatoria hasta los 14 años trajo el inglés al colegio,  la EGB.
Se sabía casi de memoria las primeras hojas de un librito de su padre: El pequeño explorador de la Lengua Inglesa, que encontró en un armario del despacho. En la primera página aparecía un niño con salacot y una especie de uniforme scout. Cuando su padre no estaba allí lo abría y comprobaba si aun se acordaba de las palabras: niño= boy     niña= girl     hombre=man   hombres= men.  Él es un niño= He is a boy...

En cuarto fue el año que aprendieron más gramática. El análisis morfológico empezó a incluir tanto las partes variables como las invariables de la oración y se volvió tedioso. Pero lo peor no era eso. Lo peor eran las cuentas de multiplicar y dividir diarias. ¡qué pereza!, ¡y hasta con prueba!
Su maestra pasaba por las mesas nada más pasar lista para comprobar que las habían terminado. Le sorprendió la audacia de algunas de sus compañeras que rellenaban los espacios con números al azar, para que pareciera que trabajaban a diario.

Aquel año llegó una niña nueva. Hija de padre español y madre colombiana. Durante medio curso, mientras sus padres cerraban los negocios en Colombia,  estuvo interna. La acogieron enseguida. Tenía buen carácter y era noble. Al llegar el día del Pilar Lula tuvo la primera reacción en contra de una maestra. La monja aprovechó la ocasión para hablar del descubrimiento de  América, de la bondad de la invasión, de lo mucho que aportó España a esas tierras salvajes. Le pareció inoportuno, casi impertinente, teniendo en cuenta que la madre de su amiga era colombiana. La miró y  vio el brillo de dolor en Fernanda. En el recreo le contó que los españoles empalaban a los indígenas. Que la brutalidad a la que fueron sometidos le hacía pensar que más salvajes fueron los españoles cuando llegaron.  En ese momento Lula pensó que, después de todo, hacer trampas en las cuentas a alguien que pensaba con tanto desprecio era  perdonable, hasta tenía su gracia.

Fue en aquella época en la que aprendieron canciones nuevas para la misa y padecían ataques de risa oyendo a Teresa cantar.
- No cantes, no cantes, que pareces un moscardón- le decía la profesora de música, tan ronca tenía la voz.
En la iglesia era incontrolable, y cuando la cosa se empezaba a poner aburrida, la animaban a cantar. La risa se les escapaba en forma de lágrimas y de miradas de reojo. Antes de que pudieran estallar llegaba el
-Podéis ir en paz
-Demos gracias a Dios- que siempre era una bendición.

Pero su maestra también tenía cosas admirables. Estaba aprendiendo a dibujar en la escuela de Artes y Oficios. Un día intentaron dibujar la cabeza de un caballo. Estaban copiando del dibujo de un libro de texto.
-¡Qué difícil!- se le escapó Su maestra les hizo una demostración en la pizarra:
- ¿Quién ha dicho difícil?- y con cuatro líneas que se cruzaban esbozó aquella cabeza de forma magistral.
-Cuando sea mayor yo también iré a esa escuela- decidió Lula en silencio.

Nunca fue. Estuvo a temporadas con algunos pintores para probar distintas técnicas. el primero le dijo que sus cielos tenían algo. El segundo que veía la luz. La tercera que se estaba soltando...

Su meta era un cuadro que una pintora argentina regaló a su abuelo por atender a su hijo. Estaba de paso en Madrid, exponiendo en una sala de arte contemporáneo. Lo llamaron desde el Ritz, donde paraba. Su hijo tenía fiebre muy alta.
-Es un exantema. En dos o tres días le bajará la fiebre y le saldrán manchas rojas, la señal de que ha superado al virus.- No le quiso cobrar. Ella se ofreció a enseñarle la exposición. Le gustó mucho el retrato de un estibador del puerto de Buenos Aires. Una semana después de que se cerrara le llegó  muy bien envuelto.




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