Mi boca

Nací en el mes de marzo, a punto de llegar la primavera. Mi boca se abrió por primera vez con un grito de euforia.
- ¡Qué bonita es la luz!- y casi al mismo tiempo dejó que se escaparan  alaridos de espanto.
Pedí a lágrima viva el agua que me faltaba.
Lloré porque creía que me ahogaba y ese mismo llorar me devolvió la vida. Del susto y del brusco despertar de mis pulmones inicié una protesta
- Detesto el aire frío de esta habitación.  Hay algo ahí en mi centro que ha dejado de latir y que se muere. Me han puesto en algo duro y frío y pierdo el equilibrio. El espacio es muy grande, mis brazos y mis piernas buscan entre espasmos el límite, esa otra piel que antes tenía. Algo me empujó por un túnel muy estrecho y estoy muy dolorida.
-¡Yaaa, yaaaa, ea, ea, ya vamos con tu mamá!
Entonces algo me envolvió y me llevó cerca de ese latido que era tan familiar. Ese del que a veces  llegaba su onda expansiva como suave caricia y  al que mi corazón respondía como redoble adormecido. Eso mismo que hacíamos de pequeños, después de un susto grande,
-¡Mira, mira cómo se ha puesto! -  saber que otro lo oía y te ofrecía su propio latido tenía el poder de convocar la sonrisa. Más tarde lo viví del otro lado, oyendo el corazón de mis hijos, poniendo su cabeza sobre mi pecho cuando estaban intranquilos. 
Mi boca se calló para poder sentirlo aún mejor. ¡Estas aquí! ¡Estoy bien! Ya no tengo miedo, estoy en casa, aquí contigo.
Al cerrarse la boca de mi ombligo se despertó el hambre en mi cara. Sin poder evitarlo mi boca se abrió buscando dónde asirse al notar el calor de su cuerpo en mi mejilla.
Agarrada a su pecho, cerca del corazón, mecida por su respiración, firmemente anclada a su cuerpo, podía saborear mi nueva vida.

Tal vez a la semana empezó el dolor. Mi boca la buscaba insatisfecha. Ese sabor dulcísimo que llenaba mi boca, ese su olor inconfundible, su voz, el tamborileo de su centro, el fin del frío, el trabajo de mamar, todo me llevaba al sopor del que  me sacaba el llanto. 
-¿Quién me quiere tan mal? ¿Quién pincha en mi barriga?
Y no es que no quisiera comer, que hambre tenía. Todo mi cuerpo suplicando:
- ¡Dame algo, que estoy en pleno crecimiento!
Para mi boca sólo hubo un par de cosas  a las que acercarse sin temor. Al año, la tata, que disfrutaba comiendo, hizo gachas. 
- ¡Que no se le salte la hiel!- me dio a probarlas y ¡me sentaron bien!. Fue todo un logro. Tenían leche, el fruto más prohibido. Luego fueron lentejas. Estaban exquisitas, muy poca cantidad, por si las moscas. Luego fue carne, verduras, fruta variada, pan, ¡Qué rico el pan y las naranjas! En poco tiempo más pude comer de todo.

Pero no fue la boca mi única dueña. Recuerdo como momentos de máximo placer:

El abrazo de una toalla calentada: Invierno. Un baño antiguo y grande, una alambrera de mimbre cubriendo un brasero de picón; sobre la cesta invertida camisetas interiores de algodón y sobre todas ellas las toallas. Los brazos fuertes de la tata izándome, sacándome del agua  casi fría, sentarme en su regazo hacia adelante, sin poder verle la cara, sólo sintiendo el abrazo cálido, la rigidez de la toalla cediendo con la humedad de mi cuerpo, notar la alegría de ella a través de sus manos hábiles y su voz risueña, la luz de la mañana envolviéndolo todo.

Tener el pelo limpio, suelto y pesado. No hecho una maraña,  ni apelmazado después de un día sudando. Notar la piel del cuero cabelludo fresca y libre, notar el  aire pasar por cada fibra capilar, o algo parecido si eso fuera posible. Que cae sin enredarse y ser algo tan nuevo que no puedes parar de comprobarlo, de pasar  tu mano para saber que no has imaginado la textura.

El tacto de la madera de los muebles de la casa del abuelo. Muebles antiguos con filos desgastados de tanto haber servido. Maderas enceradas, suaves, ni frías ni calientes, con alma de árbol en sus entrañas. Tal vez fui árbol yo también y mi piel se reconoce en su materia.

La felicidad de estar dentro del agua, desnuda, sin ropa que distorsione su tacto, tal vez rememorando el líquido amniótico, mejor fresca que caliente, para agudizar los sentidos.

El sonido del reloj de pared tocando las horas, los cuartos y las medias; el tic-tac infinito; la réplica más aguda de los de sobremesa. En Madrid, el tiempo omnipresente: el reloj de Valencia en el pasillo, su péndulo cubierto, bailando como en caja de guitarra. El grande en el salón, amortiguado por puertas correderas, en la salita un reloj de voz chillona sobre la cómoda, el despertador de tía María , tic-tac, tic-tac, que ella no oía, estaba sorda. No había dos que sonaran a un tiempo. Primero el carrillón más elegante, detrás los otros reconociendo su importancia.

El sonido de lluvia, también el de tormenta,  la fuerza de natura mostrándose salvaje.
Los sonidos del campo por la noche...
El suave olor de la cama de mi padre; el olor de Madrid; el del piso, anuncio de vamos a estar bien; el de la orza del pan en Villacarrillo, el olor a leña de sus calles; a agua de pozo del aljibe del patio; el color de la parra, de las uvas maduras; de mi casa la imagen del jardín en otoño: Los caquis rojo encendido, detrás los limoneros y el platanero, de hojas tan grandes como yo, con seis años los miré sin querer olvidarlos nunca, nunca.
Una lluvia fortísima camino del colegio, las gotas rebotando en los charcos: su onda y esa gota-fragmento que vuelve tras el choque. El sonido de las botas catiuscas al cruzar arroyos improvisados por los chaparrones y los charcos. El sonido del mar en plena guerra y el del mar lamiendo la orilla en calma chicha, su sabor en la piel después del baño, su tacto diferente al de agua dulce...También se despertó un sexto sentido, reservado para voces entrañables: la de Miguelito, la de Lola, la de José, la de Nico, mis mellis, mis hermanos pequeños, mi hermana Teresa...

También el displacer :   
El olor del aseo al lado del comedor de Madrid; el de grasa en el ascensor; el del aceite caliente al hacer tortilla francesa o freír pescado; los pañales de mis hermanos provocadores de náusea; el tacto de las espinacas hervidas, su  olor cercano a la boñiga, el irrespirable de la coliflor y el no menos nauseabundo de las coles de Bruselas. El tacto de la lana, picor por todo el cuerpo; el del pan tostado bajo los pies; la quemadura del alcohol en las heridas. El sudor que deja todo pegotoso, el de otra piel mojada cuando tú estás seco... La trampa de los ojos que hacen rechazar con la boca lo que ellos miran con desprecio o con asco. La violencia real, que duele hasta mirarla... 

Cuando llegó el amor, el de pareja, mi boca no ocupó la delantera. Pequeña boca tonta, se sintió invadida por otra lengua. Se puso en guardia. Los ojos se tuvieron que cerrar para no ver, para dar prioridad a la piel, más alejada de juicios de valor.
- ¡Pero si tú eres piel!- A veces le riño medio en broma. Es tímida y se esconde cuando me ve llegar.
- ¡Déjame en paz! ¡Estoy mucho mejor si no me miras!
Y a trancas y barrancas nos hablamos.
Pero los gustos cambian con la edad y hasta la boca se ha vuelto más amable con el paso de los años. Menos mal, pobre boca, no sabría qué hacer o cómo seducir si le acosara el deseo.







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