Lluvia

Tras los cristales de las ventanas de mi cuarto había un plátano de sombra. Las noches de verano, con la persiana abierta proyectaba sus sombras en el armario.  Más de una vez, medio dormida, las vi acercarse hasta mi cama. La lechuza cantó y al ver la sombra, pensé que venía a vigilar mi sueño, a que no me levantara. El rumor del viento al sacudirlas  era como una nana.
Pero el resto de año no se oía. Sólo la lluvia venía a cantarme. Ese goteo amplificado hacía que me arrebujara contenta entre las mantas. ¡Qué bien estoy aquí!. A veces no era un sólo sonido el que se oía. Un murmullo de fondo  más o menos constante, y mucho más cercano el goteo del tejado sobre la persiana, si azotaba el viento del  sur, con un ritmo más lento y más marcado. Tan claro y tan preciso que parecía un solo de batería.

De pequeña abrir la boca para poder saborearla, dejar que me mojara, y después la fiesta de los charcos. 
Las tormentas llegaban siempre en casa, o al menos es dónde las recuerdo. La luz se iba, sacábamos las velas, contábamos los segundos que tardaba el trueno. Era tiempo de risas, de historias de susto, de jugar juntos. También de ver relámpagos como si fueran fuegos artificiales. 
El olor que se queda tras la lluvia, los colores como recién lavados y el aire cargado de humedad. Como si todo estuviera dispuesto a empezar de nuevo. ¿A quién no le gusta eso?

Recuerdo un día conduciendo. Los llanos de Marchena. Un cielo gris oscuro de horizonte. Lluvia  cayendo como de regadera. De repente el sol abriéndose paso y un arco-iris naciendo a pocos metros de mi coche. ¡Cuánta luz! y ¡Cuánta oscuridad! ¿Pero cómo es posible?

Cuando aprieta no puedo dejar de levantarme a contemplar la fuerza de la lluvia. Me llama su sonido. 
-¡Ya estoy aquí! ¡Ven a verme!

En el cole provoca situaciones hilarantes. Un día, justo antes de las nueve, vino una racha de viento que trajo un aguacero. Todos entramos chorreando. Recurrí a la caja de disfraces. La ropa de los niños colgada en las estufas. Yo me hice una falda improvisada con  la pashmina que tengo allí por si hace frío en el recreo.
Otro día se puso negro el cielo, y yo, que estaba con los de tres años, me tuve que reír:
-Seño, se está haciendo de noche. ¿Nos vamos a acostar?

No siempre me sonó a música la lluvia. Recuerdo un día de fiebre en Villacarrillo. Habíamos visto una película de guerra por la tarde, una batalla con  soldados a caballo  y su banda de gaiteros y tambores a pie, en la retaguardia. Me desperté con dolor de garganta y mucho miedo. Dos o tres gotas de un roto en el canalón repiqueteaban en el alféizar de la ventana.
- ¡Ya llegan los soldados, ya llegan! ¡Me van a pillar!- y respirar sabiendo que era lluvia al reconocer un chaparrón más fuerte.


Será que soy del sur, que no nos harta casi nunca, que nunca me ha pillado el rayo sin cobijo. Me gusta que llueva. Me encantan las tormentas, su sonido, su olor, sus colores, lo que dejan, ver la fuerza que tienen, sus desastres y la capacidad que tiene la vida para sobreponerse a ellos.

Comentarios

Entradas populares