La búsqueda

La noche le prestó su capa. Se envolvió en ella y se deslizó calleja abajo.
Un  vientecillo le revolvió el flequillo. El cielo estrellado le dio la bienvenida. La lechuza, oculta en las ramas de un árbol, le prestó su voz. 
- Adiós. Por si acaso. Adiós.

Salió del pueblo cada vez más oscuro, que ni las sombras llegaban a verlo. Siguió andando, andando, sin volver la vista atrás, con más ilusión que pena. No sabía dónde lo había leído, pero su destino  había de parecerse al mundo submarino de los icebergs, lleno de una luz azulada. Un lugar de espacios sin límites y simas invertidas. Es decir, que la vaciedad de la sima no era tal, sino que estaban formadas por hielo impenetrable. Aún así se había propuesto explorarlo. Le atraían sus contornos borrosos. Su contenido congelado, como recuerdos, memorias de otra época en las que esperaba hacer un gran hallazgo.
Tan absorto estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de que empezaba a clarear por el horizonte.
Una luna  grande y vaporosa como un algodón de feria, empezó a elevarse. Primero naranja, poco a poco amarillenta, más tarde  blanco grisácea. Se paró casi en seco al ver su sombra. Sin haber cambiado de postura la vio sacando el catalejo.
- Esto no puede estar pasando.
- ¿El qué?- preguntó una voz conocida
-¿Pajaruli? ¡Vaya susto! ¡Es que pareces mayor!
- Sólo en la sombra.
-¿De dónde has salido?
- Ya no te acuerdas. ¡Ay, la memoria!. ¡La capa! Llevo debajo de tu capa desde que cerraste la puerta. Si no se te hubiera ocurrido robársela a la noche me habrías visto.
- Donde voy es peligroso. Ni siquiera sé si llegaré.
-Y si te pierdes, ¿Cómo podría encontrarte con esa capa tan oscura? Jamás te encontraría.
-¿Me acompañarás hasta el borde del abismo?
- Nada me gustaría más.
-¿Me dejas el catalejo?

Se tumbaron en el borde del camino y fueron turnándose para mirar las estrellas.
- La luna. No se ven bien con la luna.
- ¿Y para qué miras a la luna? ¡Apunta para otro sitio!
- Es que también quiero ver la luna. Hoy no tiene frío.
-¿Quién?
- Cara de Luna, el viajero del espacio
- ¿Y cómo lo sabes?
- Porque no hay ningún incendio. Ningún punto rojo donde se esté calentando.
Se oyeron los autillos y la charla ahogada de las hojas. La luna sonrió alejándose en la altura.
- Pajaruli ¿qué pasará si no encuentro lo que estoy buscando?
- No lo sé, - dijo encogiéndose de hombros -. ¡Algo encontraremos por el camino!
- Como cuando te encontré a tí. Entonces no sabía ni por dónde empezar.
- ¿Y ahora? ¿Lo sabes?
- Hay que ir al mar.

Las noches siguientes atravesaron las montañas azules, el bosque de la raíces parlantes, la estepa de los mil colores, el valle de las danzas, el desierto de las tormentas, el jardín de los secretos.  Iban contando historias de la parra del abuelo, de las orugas de la huerta, de las cerezas calientes, del dolor de tripa por tragar tantos huesos, de los perros a los que pusieron nombre, de los recuerdos que olían a leña, de los fuegos en los que se calentaron, los arroyos que les llenaron de risas,  de los amigos ganados, de los amigos perdidos, de personas grandes, de minúsculas... Dormían al salir el sol, a la sombra de un árbol, bajo la capa, donde todo era noche.

Llegaron justo antes del amanecer. En esa línea en la que se mezclan los sueños y la vida, llamaron a la puerta.
Monstruo entró solo.
Pajaruli esperó allí fuera. Todas las noches se acercaba a la playa. Encendía un pequeño fuego. Las caracolas y los cangrejos se acercaban a contarle las últimas noticias. Una mañana, mientras dormía,  llegó en la boca de gigante, la beluga.
Se abrazaron, se miraron.
-¿Sí?
- Sí.
Dicen que los vieron llegar al pueblo envueltos en una capa de luna nueva, oscura como la noche,  inmensa como el espacio, risueña como el brillo de las estrellas, la luz escapándose por las rendijas.





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