Inocentemente

Su madre le riñó un poco. Nada significativo según ella, como se le riñe a todos los niños, repitiéndole hasta la saciedad que no y que no.
Le dolió un poco. Pensó que le sangraría la herida y se puso una tirita.
Oyó un comentario, de esos de todos los días:
- Es que mira a fulanita lo que....
Y como estaba relacionado con el asunto de la riña de su madre, le escoció un poco y fue a reforzar la tirita con esparadrapo. (Aunque en esa época aún creía que se había puesto "esparatrapo" Tenía toda su lógica: era de tela, de trapo, con pegamento para ídem.)

Y si volvía a intentar cualquier argucia, se le empeoraba la herida. Ya se sabe que a las pupas van todos los golpes.

Se hizo mayor y llevaba aún el cuerpo lleno de apósitos. Llevaba tanto tiempo con ellos que le costó mucha dedicación y gran cantidad de disolvente deshacerse de los que tenía más a mano.
Consiguió quedarse apenas con ninguno y decidió que era hora de salir al mundo, exponerse al aire y al sol, ventilar por fin la piel reconstruida.
Tan contenta estaba que se puso un traje de chaqueta. Era poco femenino, pero se pintó un poco los labios, se colgó dos pendientes largos, se rizó las pestañas y se las embadurnó de máscara negra hasta que le pareció que le pesaban un poco.

Al pasar por delante de un escaparate lo vio saliéndose por debajo del pantalón. Sacudió un poco la pierna, a ver si acababa de soltarse, pero no.
Dio un saltito, así como si estuviera esquivando un agujero, a ver si con el recalcón... Nada.
Se agarró a una farola. Cruzó la pierna sobre la otra. Se agachó un poco intentando guardar el equilibrio. 
-Jope, ¡vaya sitio!, ¡que no llego!- La cruzó ahora por detrás- ¿¡Quién me mandaría a mí ponerme los tacones!?
Justo antes de caerse vio cómo se desprendía de la boca del pantalón izquierdo y lo que iba a ser una mueca de victoria se convirtió en una de "Mecagoen..." al ver que seguía adherida, pero ahora justo detrás de la corva, el pegamento negruzco del paso del tiempo pero igual de pegotoso que cuando nuevo.

Se puso derecha, se dio un manotazo y consiguió bajarlo hasta el zapato. Ahora, con el otro pie intentaba pisar la parte que había quedado suelta, pero cuando conseguía despegarlo de uno, se le enganchaba al otro. 

Unos niños que pasaban por allí quisieron ayudarle y al hacerlo rasgaron a tiras aquella inmundicia. 
Ella se recompuso la chaqueta, se secó una gotita de sudor rezando para que no se hubiera corrido el rimmel y siguió andando lo más derecha que pudo. 
En el centro de la espalda uno de los muchachos le había colgado un monigote con un resto del esparadrapo.
Así la conocí, con aires de yuppie con el mal de San Vito, y espalda inocente.

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