Enciendefuegos

Media luna blanca y fría flotaba sobre el río. Las chicharras seguían cantando ignorantes de la hora. Hacía ya un buen rato que había cerrado la puerta del fogón del sol. Ni siquiera se veía la flama del rescoldo.
Se quedó suspendido en el aire un momento. No estaba mirando como el que ve lo que entra en su campo de visión sino como el que intenta descubrir lo que no acaba de encajar. Pintó la luna naranja de brasas y se fue a encender otra farola.
- Mucho mejor- dijo antes de dirigirse a su cueva.
Enciendefuegos, ese pequeño dragón volador fue mi amigo en otra vida, la que tuve antes de nacer.
Se acercaba temprano, antes del amanecer y avivaba las calderas de su sol. Se iba poniendo brillante hasta alcanzar el blanco con el que  empezaban a dolerle los ojos. 
-Eso es. Ya está. A descansar- solía decirse. 
Su trabajo era nocturno. A mí me encontró perdido en uno de los parques flotantes que rodeaban su sistema solar. Me había quedado dormido en el hueco de un pequeño cráter antes de que se desprendiera, y quedé así, a la deriva, hasta que llegó él.
Me llamó Coladerrata. No fue muy original. Siendo yo lo que era ¡no iba a ser Coladeavispa!, pero él era así. 
-Si no llega a ser por tu cola larga, fina y dura, ni te veo. ¡Anda! ¡Sube!

Si yo hubiera sido un niño me hubiera dado miedo hasta mirarle. Pero yo era una rata, y el concepto de atractivo es diferente. Para empezar me encantaba su olor. Cuando el olor te gusta siempre es más fácil acercarse, eso lo saben hasta los perros. Y olía a un delicioso azufre chumarrascado. ¡Cosas de ratas!
Enciendefuegos llevaba un pequeño farol colgado al cuello, como un colgante. Una vez se quedó afónico y aquello no sólo le afectó a las cuerdas vocales. Le resultaba difícil producir una llama potente. Su aliento iba precedido de agujas heladas que le hacían daño no sólo al tragar, sino al intentar abrir la espita de las chispas. Fue todo más fácil cuando descubrió que el farol era como el mecanismo del mechero. Y como no tenía bolsillos se lo colgó a modo de collar.  Todo un descubrimiento.

Su existencia era solitaria. Había más dragones, claro, pero apenas le sobraba tiempo para visitarlos a lo largo del año.

Sólo en agosto, en los días finales  de la constelación de Leo, se iba de vacaciones. Por el camino iba encendiendo farolas: pequeños asteroides que incendiaba para dejar referencias del camino de vuelta a casa. Si has estado en alta mar entenderás lo fácil que es desorientarse un día nublado. El Universo, en lo profundo, se parece un poco a eso. Está todo tan oscuro que las estrellas no sirven de referencia. Son como un bosque de millones de puntos de luz. Hay que apartar muchas ramas para ver lo que queda detrás, para poder enfocar a un punto lejano.

Yo quise encontrar a mis amigos.

-¿Aquí? ¿En este océano?
-¿Tan difícil lo ves?
-¿Tú por dónde empezarías?- dijo señalando a aquella maraña de puntitos- A no ser...
-¿A no ser, qué?
- Que vivas otra vida. En la Tierra hay muchas especies. La mayoría viven en familia, o agrupadas. 
-¿Has estado allí?
- Digamos que tengo amigos.
- ¡Amigos!- Se le escapó una lágrima. Al acordarse de ellos le escoció el hueco que habían dejado- Me parece que les echo de menos. 
Nos quedamos callados. Estábamos sentados en una esquinita de su portal, tomando el fresco.
- Cuando te vayas te olvidarás de mi existencia.
- Eso sería muy triste
- Al contrario. Solo duele si te acuerdas y sabes lo que has perdido. 
- ¿No me acordaré de nada?
- Es lo más probable. 
Se me hizo un nudo y ninguno de los dos se esforzó por seguir hablando.
Al rato empezó a verse la constelación de Leo por el horizonte austral. 
- ¿Me llevarías?
- Te llevaré
- ¿Volveré a verte?
- Busca un sitio alto. Acomódate cuando llegue la noche y deja tu mirada perdida en el espacio. 
Dejaré un rastro para que puedas encontrarme.

Se movió un poco. Sus enormes alas tan potentes parecían ahora la frágil piel de un ternerillo. Sólo las nervaduras parecían acero. Me cobijé bajo ellas porque hacía fresco. Su cuerpo, recubierto por el dorso de escamas y puntiagudas apófisis, era increíblemente cálido y suave por su vientre. Cuando me llevaba a gran velocidad me pedía que me metiera en el farol. Allí, cerca de su pecho, podía sentir  cómo se desplegaba toda la fuerza de su musculatura, pero donde más me gustaba subirme era a las espinas de su cabeza. Podía meterme entre ellas como si fuera entre las ramas de una zarza, ver lo mismo que veían sus ojos, notar el viento en mi cara, sentirme señor del espacio que surcábamos. A veces gritaba de puro goce y sabía, por las arrugas que se formaban en los extremos de sus ojos, que le hacía reír.
- ¡Agárrate fuerte!- me decía entonces. Subía muy alto, echaba la cabeza hacia atrás y describía una vuelta de espaldas que me dejaba suspendido en aquella melena singular.
Los días que salíamos tranquilos iba en uno de sus hombros. Me gustaba ver el reflejo de la bóveda celeste en sus ojos. Eran mapas estelares. Había algo de soñador en su mirada, algo que no encajaba en absoluto con  su aspecto terrorífico. Era como si estuviera atrapado en aquel cuerpo, que al lado del mío era enorme. Hacíamos una pareja curiosa: él casi serpiente, casi saurio. Yo un pequeño roedor de hocico puntiagudo, ojillos redondos saltones  y una cola que casi doblaba la longitud de mi cuerpo.
A veces necesitaba todo el espacio. Su alma de dragón se lo pedía. Esos días yo aprovechaba para ordenar recuerdos, pulir escamas viejas que colgaba para verlas brillar o inventar historias de ratones y ratas espaciales.
No recuerdo muy bien su color. Me vienen tonos azules, verdes y grises. Tal vez su vientre fuera de un ocre claro, casi blanco. Pero todo se transformaba cuando llegaba la noche. En cualquier caso ¿quién podría decirlo? Allí sólo estábamos nosotros para contarlo y yo, como todas las ratas, no distinguía bien los colores.
En cuanto a mí, no soy de naturaleza discursiva. Política de hechos, ese es mi lema. Tampoco tenía mucha costumbre de discutir. Llevaba una eternidad viviendo sólo. Cuando algo me ponía en entredicho vagaba entre las rocas hasta que un traspiés o un frío horroroso me devolvían a la realidad. Eso solía ocurrir antes que tarde, así que puede decirse que la nuestra fue una amistad bien avenida.

Aún le echo de menos.


Comentarios

  1. Respuestas
    1. Me alegra que te guste. Le tengo especial cariño a este relato. El dragón se convirtió más tarde en protagonista de otro texto que me hace situarme en mi infancia y mirar a través de los ojos de la niña que fui. Un abrazo. Gracias por pasarte

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