Las Mendi

Las Mendi eran dos solteras que siempre fueron mayores. Eran tías postizas por uno  de esos líos de elmaridodetíaAdelaerahermanodelamadredelasMendi en los que ella se perdía antes de llegar a la mitad. Su abuelo y tía Adela eran hermanos,  tenían una relación estrecha y cordial, de muchos años de convivencia y ayuda mutua. Porque tía Adela, que perdió su piso  nada más empezar la guerra, vivió siempre con su cuñada y sus sobrinas. Úrsula, viuda con cuatro hijos desde muy joven, andaba escasa de recursos y su hermano, un militar de oficina  por motivos de salud, compartió sueldo y techo con ellas. 
No tuvo hijos y cuando quedó viuda llevaban tanto años siendo su familia que se quedó con ellas. Las Mendi se  habían ocupado de la madre de Lula  los años en los que el abuelo se reponía de la pena de haber perdido a su mujer  y volvía a casarse.
Vivían en la misma calle Argensola, en el piso de enfrente, de manera que cuando llegaban los Reyes, pongamos por caso, podían decirles por señas, que también allí les habían dejado algo, que fueran después de desayunar.

No era eso lo normal, sino llegar a la hora de la merienda. Mientras su abuela pudo andar el ritual era el siguiente:
Se arreglaban de gala: Tía María se cambiaba la cintilla de raso blanco que llevaba al cuello, por una negra con un camafeo o con algunas perlitas. La abuela y ella se enfundaban sus abrigos de pieles, y el abuelo su abrigo de lana beige y sus guantes de cuero. Salían todos juntos, cruzaban todos juntos y emprendían el ascenso por unas escaleras interminables. Cuando llegaban a la segunda planta Tía María y Marujita, la abuela, se sentaban en el minúsculo banquito que había en cada descansillo, cada tramo de escalera.
Llegaban a la cuarta planta con los calcetines bajados sobrándoles los abrigos, los guantes, las bufandas ... habiendo recorrido tres veces el camino, para ver por dónde iban los abuelos.

Ir a casa de las Mendi era casi una fiesta. Tía Úrsula, su madre, ya no se movía de su sillón, pero estaba siempre sonriente, siempre atenta a las últimas noticias de los familiares, a los que se les hacía un breve repaso. Luego había partida de las siete y media, con versos de Muñoz Seca:

Es que tu inocencia ignora
que a más de una hora, señora,
las siete y media es un juego.

MAGDALENA
¿Un juego?

MENDO
y un juego vil
que no hay que jugarle a ciegas,
pues juegas cien veces, mil...
y de las mil, ves febril
que o te pasas o no llegas.
y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas ¡ay de ti si te pasas!

¡Si te pasas es peor!

Lo recitaba su Tía Conchita, que había sido secretaria del entonces Ministro de Educación y quedó soltera por la causa. Trabajaba horas sin término. Nunca tuvo tiempo para buscar pareja. Era una señora teñida de negro con aires de modernidad. Llevó una tele a esa casa cuando no tenía tele nada más que el ministro. En una de las visitas estaban viendo un programa de canciones. Salía  una especie de pie de pantalla con el título:
Loving you.
- Amándote- leyó ella arrastrando un poco las sílabas.
-¿Es muy difícil el inglés?- preguntó Lula
-Puesss- porque siempre hablaba un poco entre dientes, que lo de abrir la boca era más de ellos, del sur, un poco de catetos- se aprende, como todo.
A Lula le pareció que debía saber una barbaridad, porque había traducido sin dudar dos palabras por una. De mayor ella sabría también inglés, tanto como ella.
Tía Pilar, más modesta, más suelta, menos estirada, más amable, menos protagonista, la miró y sonrió canturreando. Programaba los conciertos del Real y vivía permanentemente en la música.

Apostaban con garbanzos y el juego continuaba hasta que tía Adela sacaba los bombones de licor que tenía guardados en el escritorio de su dormitorio. Daba igual tener cinco años. Sabían igual de buenos.
Luego llegaba Satur avisando que ya estaba la merienda y los niños se iban al comedor, seguramente la única habitación oscura de la casa.
Después de merendar podían poner el tocadiscos. Había varios cuentos. Ella siempre pedía La Flor de la Lilá, una historia de amor y traición donde al final ganaban los buenos.
Aún podía evocar la voz del narrador, la melodía que habían puesto a La Flor de La Lilá, el punto en el que indefectiblemente saltaba un poco la aguja...siendo muy vieja.

La despedida también era muy típica: Tía Conchita llevaba a Pepebonito, un periquito azul, al salón. Lo cubría con un trapo y explicaba por qué lo hacía. Luego explicaba el cuadro del niño vestido de niña con un cordero,  que presidía aquella sala en desuso.
Se enfundaban sus abrigos y se despedían hasta el día siguiente.


Cuando el piso de los abuelos en  Argensola se declaró en ruinas, el piso de las Mendi se llenó de goteras que la casera se negó a arreglar y ya no estaban para subir escaleras, se mudaron al barrio del Pilar. De esa  mudanza llegaron a su casa unos pantalones de montar del marido de tía Úrsula, que había servido en la guerra de Cuba. Definitivamente, las Mendi siempre fueron una caja de sorpresas.




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