El uso de razón.

Cuando llegaban las vacaciones  se hacía reparto. Los pequeños unos días  a Madrid, con su madre. Los mayores al pueblo, con su padre.
Ir a Madrid siempre era emocionante. Para empezar se subían al tren. La tata agarrando niños y el mozo cargando los maletones en el vagón de equipajes. 
-Ten cuidado de no meter el pie entre el tren y el andén.
Era imposible hacerlo. Apenas subía la rodilla intentando alcanzar el primer peldaño alguna mano le asía del brazo y aterrizaba en volandas dentro del tren. Las escasas veces que viajó en primera quedó sorprendida por los asientos bien mullidos y el terciopelo verde, que aunque un poco ajado, les conferían un aire señorial. Lo normal era ir en segunda y ocupar un departamento entero o viajar con muy pocos desconocidos. Apenas dejaban uno o dos asientos vacíos.
Las seis horas de trayecto daban para mucho: el veo-veo, adivinanzas, la cunita, el mono de las cartas...y cuando se agotaban esos recursos se sacaban los bocadillos envueltos en papel de estraza, casi siempre de tortilla francesa, o los filetes empanados de la fiambrera de aluminio. 
Luego vuelta a empezar. 
Al llegar a la estación estaba siempre el abuelo esperando. El abrigo largo, los guantes de cuero marrón, su sonrisa suave pero consistente.
-Vamos, vamos, chicos. A por las maletas.
Siempre hacía falta coger un taxi. 
-¿Estáis muy cansados?
-¡Yo no! Hemos dado dos paseos hasta el vagón de las maletas. ¡Estaba lleno!
Los mayores desaparecían de su escenario en cuanto el coche se ponía en marcha. Sólo ponía atención cuando se acercaban a las fuentes. Sabía que dirían su nombre: 
- Mirad niños, la Cibeles, y la que viene detrás es Neptuno.
- ¿Y ahora pasamos por la casa de fieras?
- No , no, estamos en Recoletos, eso está por detrás del Prado, en el Retiro.

Otras veces iban en el dos caballos de su padre. El viaje duraba más de medio día. Al llegar a Despeñaperros se paraban a descansar. Su padre sacaba el asiento de atrás, lo ponía en una sombra y su madre sacaba del minúsculo maletero una cesta llena de bocadillos o magdalenas. Estiraban un poco las piernas, hacían un pipí campestre en el que para su fastidio siempre se mojaba los zapatos y seguían hasta llegar al Cerro de los Ángeles compitiendo a ver quién era el que veía más mojones de kilómetro. 

Una vez allí todo pasaba muy deprisa. Las luces de la ciudad, los edificios tan altos, la arquitectura gris de los palacetes oficiales parecían acelerar el tiempo. Lula sabía que estaban cerca cuando comenzaban a estrecharse las calles. Luego, en Argensola, empezaba a relamerse al pasar por la pastelería Niza y se sentía en territorio seguro en la fachada del Mueble Tirolés, en los bajos del inmueble donde vivían los abuelos. 


Tras la ventana de la residencia en la que hoy vive ve niños adornando un árbol. Los primeros que vio iluminados estaban en Madrid. Bombillas grandes, como las de las casas.  Una avenida llena de árboles, sus copas redondas llenas de soles blancos. Se ve como en una película en blanco y negro, con dos o tres años, en brazos de la tata esperando la carroza de los Reyes Magos. Todo le parece muy, muy grande. Hay mucha gente y en algún momento le da miedo porque alguien la ha cogido a hombros y le está dando vértigo. Luego se ve preparando un cubo con agua para los camellos y despertarse buscando a sus hermanos para ver qué les han dejado.
Más tarde, en su ensimismamiento  sonrió con un deje de tristeza. Siempre se fió más de los mayores que de su propio instinto. Le vinieron recuerdos de sus siete años. Se vio en el colegio, jugando en el patio, donde en un corrillo  se lo habían dicho sus amigas. En su calle, una tarde haciendo barro con el agua que desaguaban las piscinas se lo habían dicho sus vecinos, hasta  sus hermanos intentaron convencerla: 
- ¡Son los padres!
-¡No!, ¡mamá me lo ha dicho! ¡Son los Reyes! ¡Ellos siempre dicen la verdad!
- ¡Pero si hemos visto hasta los juguetes!
-¡No! ¡Mentiroso!¡Me quieres engañar!¡Ellos no dicen mentiras!
No quiso creerlos. No quiso ver que eso significaba que tenía regalos porque la querían. Se decía que no iban a engañarla, además, sólo había juguetes en los cumpleaños, ¿cómo iban a comprarlos todos ellos? . Cuando llegó la navidad, justo la noche de Reyes, sus hermanos mayores convencieron a su madre. ¡Tenía tanta ilusión de oírlos! Le había tocado el cuarto mejor, dormía en el despacho del abuelo, sólo le separaba del salón una puerta corredera de cristales. 
Cuando se estaba acostando se acercó su madre.
- Ya tienes siete años, la edad de la razón
-Sí.
-Tú sabes que juguetes sólo hay para los niños pequeños, ¿no?. Los Reyes también pueden dejarte cosas que te hagan falta.
-¿Sí? ¿Como qué? ¿Como la cartera que me trajeron el año pasado?
-O ropa. Calcetines, guantes...cosas que necesites.
-Bueno, ¿juguetes entonces no?
- A veces no, ¿sabes por qué?
-No. ¿Por qué?
-Porque los juguetes son muy caros y los tenemos que comprar los padres, los Reyes no existen, Lula. Somos los padres.
Lula se enfurruñó. 
-Pues hasta mañana.- Se metió debajo de las mantas y cuando oyó que su madre había salido lloró tragándose los hipidos. 
- Me has hecho parecer idiota- pensó- ¡Para qué os habré defendido tanto!
Por la mañana se hizo la dormida y oyó cómo su madre hablaba con María.
-No se han despertado todavía. No abras las persianas que me faltan dos regalos. 
Después de unos pasos ligeros oyó cerrarse la puerta. Cuando volvió a oírla olía a pan tostado y a leche caliente. La voz de su hermana llamándola.
-¡Corre, ven!¡Han venido! ¡Han venido!.
Se contagió de su entusiasmo y abrió la puerta con determinación. Junto a sus zapatos encontró una bufanda beige que le picaba y una hucha de ante. Notó la mirada de su madre en el cogote y mintió:
-¡Qué bonito!


Después de aquel estreno del uso de razón, cuando le tocaba dormir en el despacho repasaba los nombres de los montes de la luna en el mapa que tenía en la cabecera o leía un cuento. A veces acariciaba las teclas de la máquina de escribir del abuelo, pero no se atrevía a darles fuerte por el ruido que hacían. Era su repiqueteo el que la despertaba por las mañanas.
-¿Ya estás despierta? Ale, ale, a desayunar y que te vistan.
Luego, se sentaba a su lado y revisaba que no quedara nada importante en los sobres que él iba desechando. Una de esas veces le dió un sobre grande para que lo rompiera. Dentro había una fotografía en color tamaño folio. Era una paloma con las alas abiertas en un haz de luz que atravesaba un bosque. 
-¿Esto también se tira?
-Es propaganda. -Le dijo su abuelo sin mirar apenas.
- ¡Qué pena!- pensó mirándola fijamente- Espero que me manden una de esas  cuando yo sea vieja.

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