La señorita Blanca

Su madre estaba para dar a luz del séptimo. Apenas habían pasado 11 años del primero y decidieron buscar a alguien que se ocupara sólo de los niños.
La tata Carmen vivía con ellos, pero no daba abasto. Sábanas de nueve camas todas las semanas, toallas, trapos de cocina, ropa de diario, uniformes...Lola, la del pelo azul, le ayudaba con la plancha, pero se estaba haciendo muy mayor y tenía párkinson. Ya era hora de que descansara.

Lola era dulce y guapísima. Parecía cubana, de labios carnosos,  piel morena y el cabello completamente blanco al que daba reflejos azules. Los defendía sin aspavientos de la impaciencia de la tata:
-¿Me puedo quedar aquí mientras planchas, Lola?
-¡No, que vas a sacar todos los juguetes y luego no recoges!- Gruñía la tata
- Que sí lo hace, Carmen, es que ella es chiquita y recoge despacio.
- Ya soy mayor, Lola, ya tengo tres.
- ¿Ves Carmen? ¡Verás como lo guarda todo!
- Lola, cántame la del señor Lope
Y Lola cantaba:

Señor López, Señor López,
vengo a pedir
la mano de su hija,
la señorita Rosario López

La tata se animaba y le cantaba la de Una niña se perdió camino de Santa Eulalia  o la de Ese toro enamorao de la luna .
Luego contaban chascarrillos y se reían de cosas que ya no entendía muy bien porque llegaba Teresa o algún otro y se ponían a jugar. 
Lola, la del pelo azul, vivía con su hermana María en un par de habitaciones de una casa de vecinos. Cuando se jubiló siguió viéndola todos los años porque, a través de su hermana María, le hacía llegar una tarjeta felicitándola por su santo y una cajita de bombones. 
A mi niña chiquita de su Lola en el día de su onomástica.
Y su niña chiquita iba dando saltos por los escalones de la cuesta de Peromato, donde vivía, felíz de volver a verla año tras año. El último que recordaba fue muy triste. Lola la miraba feliz, pero no se acordaba ni de ella, ni de su madre y a ratos ni de su hermana María. No hubo más tarjetas, ni más bombones y no quiso preguntar por qué. Para qué si sabía la respuesta.

Pero entre ese acontecimiento terrible y el momento de su jubilación hubo cambios en la casa. 
Una mañana fueron al asilo de la Divina Pastora. Era un asilo para enfermas mentales, pero las monjas también acogían a madres solteras o mujeres con pasados turbulentos que buscaban reintegrarse, tener una vida normal.
Allí los llevó su madre para cambiar impresiones con la señorita Blanca y ver la cara que ponían al conocerla. 
Después de conocer en el asilo una mujer que parecía un bebé, por un síndrome rarísimo,  y otras  con demencia senil, la señorita Blanca fue un alivio. Ese mismo día quedó contratada como interna. 

En el cuarto de la tata había dos camas. Compartieron habitación, cuarto de baño y quién sabe qué más porque hubo dos historias paralelas.

La primera Blanca era la que se ocupaba de los niños. Blancadedía.  Sonriente, un poco monjil y antigua, muy antigua. A Lula no le hacía mucha gracia tener que bailar la canción de La espigadora de "La rosa del azafrán", pero Blanca debía pensar que tenía algo de July Andrews interpretando a  María en Sonrisas y Lágrimas, y ponía todo su empeño en que lo aprendieran. Los acompañaba desde que se levantaban hasta que se acostaban. Unas veces de lejos, otras proponiendo actividades. Nunca habían estado tan vigilados.
A Lula le gustaba investigar. Solía abrir el armario de su madre para ver los guantes azules de ante. Los guantes larguísimos con los que salía en el retrato. Ese cuadro  enorme que presidía el despacho de su padre por haber sido regalo en la pedida. También le gustaba ver las cajas donde guardaba los pañuelos de seda, las medias, cinturones de cuero o abalorios...Luego, el mucho más austero lado de su padre. Un par de cajoncillos con llaves, algunas fotos en las que aparecía con pelo al lado de su madre, algún talonario a medio usar... Y cuatro cajones con su ropa: camisas, jerseys, ropa interior: los calcetines separados de las camisetas y calzoncillos.
A Lula le fascinaba comprobar que todo estaba en su lugar. Y se iba a otro.
Un día de esos en los que revisaba los armarios encontró un pequeño tesorillo. En el armario empotrado de su cuarto, que servía para guardar la ropa de cambio de estación y los seis pares de botas catiuscas, apareció un vasito de plástico azul lleno de pesetas. 
- No lo toques. Eso no es tuyo.- Le dijo Blanca
-¡Qué susto! No la he oído llegar.- dijo sobresaltada- No me lo quería llevar, es que no lo había visto nunca.
-Lo he puesto ahí un momento mientras recojo los dormitorios. Ala, a jugar.

Sin darse cuenta, sin proponérselo, sin saber quien era Blancadenoche, la pilló en falta y no supo qué pasaba. 

Poco después, una tarde de mucho calor, la tarde de permiso de la señorita, quisieron ir al kiosco de la Galiana, el que atendía Mariano, el amigo de la tata. 
-¿Y qué compramos? ¿Caramelitos Sazi, regaliz de a perra gorda, polos de limón...?
-¡Es que los polos valen una peseta y somos cinco!, yo solo tengo una,  a no ser que...
-¿Dónde vas Lula?
- A buscar una cosa en mi armario.
El vaso seguía allí y tenía muchas más monedas. Sólo necesitaba cuatro pesetas...bueno, una más por si acaso. No creo que se note. Las devolveré si nos da propina abuelo, cuando venga.
-¿De dónde las has sacado?
- Las tenía escondidas, no me acordaba. 

Blancadenoche robó anillos, un solitario,  una pulsera de compromiso, unos pendientes... Su madre, que apuntaba cada céntimo, empezó a pensar que no era muy normal lo que faltaba al cabo del día. Bartolomé, el policía que vivía más abajo,  le aconsejó que hablaran con las monjas, que investigaran en el pasado de la única que había alterado la situación en la casa. 
La señorita Blanca resultó ser lesbiana, cleptómana y ladina. Había salido de la cárcel por robar en todos los trabajos anteriores. 
Fué Antonio, el jardinero, quien vio una lata escondida entre la leña y un policía de paisano vigiló, haciendo de pintor, que no se la llevara.
La tata estaba al tanto. Fue víctima también de Blanca, la ladina. Le prometió amor sólo para callarle la boca. Cuando la descubrieron quiso culparla. La tata, mucho más lista que la otra, percibió el engaño y le devolvió el golpe. Entregó a Bartolomé una carta que tenía preparada para su hermana Charo, en Alemania, donde le decía lo contenta que estaba porque por fin podría dejar su trabajo y dedicarse a cuidar a su madre viuda y anciana. Que se iba a vivir con una buena amiga que la apreciaba y le quería pagar todos sus gastos. Que le quería presentar a su Blanca con la que sentía una gran complicidad.

Su madre se dio cuenta del valor de Carmen, de su inteligencia, de su rápida reacción, de que al confesar que se había hecho socia  daba pruebas para que la pusieran en la calle. También se dio cuenta de que las dos habían sido engañadas por la misma, y que más valía aliarse a ella que ir en su contra. Había cuidado a Lula sin medida, como si hubiera sido la hija que nunca tuvo. Le dio las gracias y cerró el asunto suspirando. 
La tata pasó el duelo más bien sola. Lula la vio llorar un día con la novela.
- ¡No llores tata, si esas historias son mentira!
-¡Ay, niña, qué sabrás tú de lo que pasa!

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