La Verrugueta

Pasó el verano en remojo. Acababan de estrenar la piscina nueva, esa que era mucho mayor que el pilón en el que hasta entonces se bañaban. Fue el primer año que llegó Rosemary. ¡Menuda revolución!

Era  1967. Empezó a ponerse de moda estudiar inglés y muchas estudiantes de español del Reino Unido empezaron a pasar el verano en familias que tenían sitio para acogerlas. A cambio pasaban unas horas con los niños y les enseñaban algo de su idioma.
Rosemary era rubia, joven, mona, minifaldera, divertida, usaba lentillas, tenía los ojos azules, les enseñó a tirarse de cabeza, a perfeccionar el crol, a jugar al ping-pong en equipo soltando la raqueta en la mesa despùés de cada golpe para que la cogiera el compañero, sabía infinidad de juegos con pelota...
Con todo aquel despliegue de habilidades se quedó prendadita de ella. Pero no fue la única, que a los muchachos de la calle los traía locos porque nunca habían visto una falda tan corta, ni semejante dominio atlético , o dominio de la situación fuera cual fuere, en una mujer.

Los veranos eran tiempo de primos y vecinos. Era fácil ver pandillas de quince a veinte niños de distintas edades jugando en la calle o moviéndose como nubes de mosquitos de casa en casa. Las mañanas pasaban entre la clase de inglés, el baño hasta que se ponían los labios azules y el canto de las chicharras.
Luego,  siesta en la que nunca dormían.
Después de merendar las tías y los primos se sumaban a ese barullo de gente.
Algunas tardes se animaban, ponían música y bailaban la Yenca. Otros años fueron el Kasatchok o  Los Bravos con Black is black. Los Beatles llegaron más tarde a su casa y por casualidad. Un día que estuvo en las rebajas con su madre, encontraron unos discos de saldo en el Corte Inglés.
-¿Y cuál cogemos?- preguntó su madre
Ella, que entonces tenía ocho años, no sabía qué contestar. Le sonaba Frank Sinatra porque había oído decir a una de sus tías que tenía el mayor registro de voz conocido.
- ¿Esta será hija de Frank Sinatra? Igual canta bien,  ¿no?
-¡Anda!, Pues sí. A mí me suenan estos también, ¡creo que han venido a España!- Dijo su madre agarrando uno de los Beatles y otro de The Tremeloes creyendo que eran los mismos cantantes.

Rosemary favoreció que se modernizara un poco el ambiente y que su madre fuera líder entre sus tías. Ruth, otra británica que llegó a casa de sus tíos, era otra cosa. Cuando le decían "No hombre, no", se ponía mohína porque lo entendía al pie de la letra. Creía que le estaban insultando llamándole hombre, hasta que hablaba con Rosemary. Ni por esas volvió a España a diferencia de la Miss, (como a su madre le gustaba que la llamara el resto del servicio), que repitió  cuatro veranos.

Llegó septiembre, pasaron los tres días en la playa que curarían todos los resfriados, y empezó de nuevo el colegio.
Su nueva profesora era una monja rechoncha. Cuando Lula fue mayor, supo que,  recién llegada al colegio, las internas la llamaban  La Verrugueta. Pero eso había sido  tiempo atrás. Cuando fue profesora de  Lula  ya era bastante mayor y parecía que tenía buen carácter.

En segundo aprendió a conjugar verbos, a rezar en francés y a estar más centrada en sus amigas que en su profesora, que resultó un tanto peculiar. Su atractivo principal era debido a que tenía una pecera con su pececillo, una carpa dorada, que podían cuidar siempre que se lo ganaran. Otro gran punto a su favor era no ser partidaria de la cuadrícula. Pero en ocasiones parecía diabólica.
Un día la llamó para que sujetara los cuadernos que iba corrigiendo. La eligió a ella porque no se equivocaba nunca en los verbos,  preguntara lo que preguntara. En una mano, como si de una bandeja se tratara, le iba poniendo los cuadernos con los ejercicios bien hechos. En la otra,  los que tenían equivocaciones. Cuando notó que los cuadernos le pesaban mucho y temía que se le cayeran la vio mirarle y sonreír.
-¿Pesan?
-Un poco
-¿Tan poco aguantas?
 Se le cayeron después de otros tres o cuatro minutos y entonces la vió reír, reírse de ella, ni siquiera permitió que le ayudaran.  Ella era de las mejores. ¿Qué tendrían que aguantar  las que siempre se despistaban? Era como si le quisiera corregir su presunción de  niña buena a base de dejarla en ridículo.
Otro día la eligió para ordenar las mesas de algunas compañeras más desastradas. Ella lo hizo contenta de que se le valorara su capacidad de organización. Cuando entraron sus amigas entendió la trampa. A nadie le gustaba que le hubieran tocado sus cosas sin permiso, y ella, aunque mandada, había sido la mano ejecutora. 
Hubo una tercera vez en que cayó bajo sus garras. Después de Reyes les pidió que llevaran su juguete favorito. Ella llevó su muñeca Cuca. Una muñequita que cabía en la caja de sus zapatos convertida en cuna. Le pidió que la dejara, que iba a a hacer  felices a muchos niños que no tenían nada. Ni siquiera tuvo la decencia de hablar con los padres pidiendo juguetes. Cuando contó en casa lo que había pasado, su madre le consiguió otra pero insinuó que tenía que estar más espabilada, aunque también se notaba que no estaba contenta con la maestra.   Aquello la dejó un poco confundida, por una parte quería ser generosa, ella hubiera dado su otra muñeca, pero Cuca, precisamente ella, era su favorita. Se sentía engañada y no le gustaba en absoluto. También le confundía la postura de su madre. ¿Cómo iba a ser franca con su maestra? ¿Acaso podían decir abiertamente lo que querían en casa? ¿Hablar de lo que les gustaba sin que se les juzgara?
Aprender el catecismo tuvo  su momento de rebelión. Había que aprender de memoria tres preguntas cada semana. Se acercaba la hora del examen. No conseguía pasar de la número cinco o la número seis. ¿Para qué tenía ella que saber semejante enredo de palabras? ¿Para qué si al menor fallo sería víctima de sus burlas? Guardó el pequeño libro rojo bajo la camisa del uniforme de verano sijeto con la cinturilla de su falda. Apenas llegó a su casa cogió la merienda y se fue sola al jardín. Detrás del olivo que había junto al seto de naranjos fue arrancando una a una todas las páginas. Las rompió en pedazos tan pequeños como pudo. Las esparció entre el tronco viejo del olivo y las púas de naranjo junto a la tapia.
- No he podido estudiar. Se me ha perdido el catecismo- mintió cuando le preguntó al día siguiente.
El remordimiento se lo quitó el cura del colegio diciéndole, con una sonrisa sospechosa, que rezara un Ave María y que no lo repitiera más.
Los mejores momentos de segundo eran aquellos en los que subían las escaleras de dos en dos después del recreo, felices de haber estado a sus anchas en el patio. El enemigo común siempre une, y Lula se unió a Elena, que estaba mucho más suelta que ella. Era hermana de una de las amigas de su hermana mayor. Vivía por el centro pero como sus padres conocían a los de Elena, su madre le dijo que si quería podía  invitarla una tarde.
Nadie le dijo que tenía que quitarse el uniforme, pero siempre lo hacía, así que dejó sola a Elena en una casa enorme donde apenas conocía a nadie. Dudó eligiendo lo que se tenía que poner  y, como tardaba,  Elena se puso a llorar.  ¿Dónde estaban sus hermanas? ¿Dónde estaba su madre acogiendo a aquella extraña que acababa de llegar? ¿Por qué se habían ido todos dejándola sola? La tarde se chafó nada más empezar y ella se sintió responsable del desastre.
-Soy tonta, es por mi culpa- pensó- ¡si no hacía falta pararse a nada!
Recordaba poco más de aquella tarde, aunque tenía la vaga impresión de que se fue pronto.
Elena siguió siendo su amiga. Era muy ocurrente, se reían de casi todo, pero al acabar el curso cambió de colegio. La volvió a ver muchos años después y aún le pesaba no haberla sabido acompañar aquella tarde en su casa.
Aquella monja roja y redonda había unido el grupo mucho más que su dulce profesora de primero. Fue el primer año que estudió. Había exámenes finales y ella tenía ganas de ser tan mayor como Teresa, que iba dos años por delante y ya podía recitar listas de reyes o los ríos de cada cornisa. Se llevó el libro, y ante la atónita mirada de su madre, se sentó en una butaca y no se levantó hasta que lo hubo terminado de leer.
Se acabó el curso y no lloró, más bien se vio mayor y se alegró  de cambiar de aula y de maestra.

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