Cuento (casi) circular.

Vaya berrinche. Me pasé un rato buscando  la caché sin éxito. Me debí quedar dormido. Siempre he sido sonámbulo.
Tropecé y caí por el agujero. No es que fuera muy grande pero, igual que Alicia, fui volviéndome pequeño en la caída y fue suficiente para que cupiera así, de pie, todo lo largo que soy.
No sé si fue el golpe lo que me aturdió. La cosa es que hasta que no reconocí el olor seco y picante del carbón, no supe dónde estaba.
Detrás de aquella puerta ennegrecida había un pequeño pasillo que daba al lavadero. La cerré con cuidado para no hacer ruido. Estaba casi oscuro. Todos dormían. Fui a tientas con la escasa luz que entraba por el ventanuco. Atravesé la zona de servicio, donde la tata dormía, y me fui al despacho de mi padre. Aún quedaba un rato para el amanecer y podía explorar a mis anchas.
En esa habitación había una mesa de roble. Sobre ella un portafolios de cuero que hacia las veces de protector, sobre el que escribía mi padre. Abrir los cajones con su inconfundible olor a madera, a goma de borrar, a tinta, el mismo cuero, o el olor metálico de la grapadora la hacían sumamente atractiva. Había, además, una antigua librería de madera suavemente labrada que tenía el mejor de los aromas de la casa. En la balda más baja, en el centro, dos portezuelas ocultaban algunas bolsas con semillas. Alguna vez contuvo una variedad de centeno que luego he vuelto a oler en un bizcocho dietético. Entonces, y siempre que mi padre trabajaba en el despacho haciendo anotaciones de las vacas, las abrí y aspiré con los ojos cerrados.
Como me supo a poco metí la cabeza entera y al instante aparecí en un campo de centeno. Tropecé y caí por un agujero.
No es que fuera muy grande, la cuestión del tamaño es siempre relativa, pero fue suficiente para que cupiera a lo largo y cayera por él como a cámara lenta.
No sé si fue el golpe lo que me aturdió, la cosa es que hasta que no reconocí el olor a pies de las sábanas de mi hermano, no supe donde estaba. Había una montaña de ellas y yo había aparecido justo al lado. No había lavadora automática y los fines de semana, entre toallas y sábanas,  gozábamos ese lugar para saltar o escondernos.  Era el verano en el que se habían puesto de moda las alpargatas con la suela de goma y los pies adquirían un inconfundible olor indeleble amén de innumerables rozaduras. Tal vez por eso me aficioné a andar descalzo. Lo único gozoso de aquellas zapatillas era que nos proporcionaban pelotillas de polvo mezclado con sudor entre los dedos. Las  buscábamos con fruición  antes de que nos lavaran los pies, contabilizándolas como si fueran tesoros.  Más tarde fueron alpargatas de cáñamo, con su olor acre a cuerda rancia que mataban un poco el olor a queso manchego pero te transportaban en un santiamén al centro de la trilla. No sólo pude distinguir las sábanas del mayor. También las del pequeño, con su mezcla de leche, babas y orina. Tampoco había pañales de celulosa en esa época y aunque había empapaderas y gasas dobles o triples, era frecuente que algo de pis se escapara.
Me debí quedar dormido un rato porque al despertar oí cantar a Lola, la del pelo azul. La lavadora, una especie de bidón con aspas, estaba funcionando. La habitación olía a agua caliente con jabón y azulete. Al oír el paso del agua por el sumidero, me asomé a ver el remolino del agua blanquiazulada que se iba a toda prisa. Me asomé con tanta energía que caí por el agujero.
No es que fuera muy grande, pero caí dentro y me vi en un pasillo casi oscuro. Un olor fuerte a aguarrás y aceite de linaza me hizo saber dónde estaba. El pasillo era en realidad el hueco de una escalera donde se acumulaban cubetas, estropajos y todo tipo de productos de limpieza. Salí tropezando con escobas y soplillos de encender el picón de los braseros pero no acudió nadie porque Carmen estaba levantando a los pequeños y mi madre debía estar en la ducha.
Salí a ver los pichones de mi hermano. Osú, el perro, se acercó a saludarme. Osú era un perro nodriza. Lo mismo olía a gato que a pato. Acogía y mimaba a todos los cachorros que llegaban a casa.
El aire estaba fresco. Olía a mañana y a otoño. Me acerqué al limonero. Por el camino pasé la mano por el romero y la hierbabuena. ¡Qué bien huelen!. Antes de llegar tropecé y caí por un agujero.
No es que fuera muy grande...

Comentarios

  1. Más que circular, parece interminable! jajjajajjaja... Se nota que estamos en Agosto.

    Abrazos Loles.

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