Al oído

Hay una persona con un cuerpo extraño. No es que tenga nada incrustado, como un trozo de metralla o una bala perdida de una guerra, sino que faltó un poco del ungüento especial que entrelaza las sensaciones externas a las internas, el mínimo de carantoñas necesarias para que el cuerpo sepa que está ligado a la persona que contiene, ese hombre o mujer que se van construyendo, que es uno con su cuerpo, su carta de presentación más inmediata.
Se quedaron ambos, interior y exterior, así como extrañados uno del otro, sin acabar de acoger los goces y las miserias del otro. Sin acabar de hacerlos causa común. 
Llegaba la noche y dejaba reposando al cuerpo en la cama, tanto se le cansaba el pobre.
Mientras fue pequeño se acostaba a su lado. Le contaba historias al oído que al despertar recordaba como un sueño.  Otras veces era el cuerpo el que cogía la delantera poniéndolo patas arriba con sus urgencias. No se llevaron mal, especialmente a la hora de la comida.  Ahí si se podía decir que estaban compenetrados. En eso y en los sentidos de la vista y el oído. La música hablaba su mismo lenguaje y la vista le mostraba un mundo tan exuberante que vivía para retener cada pequeño detalle con el que tropezaba.
Mirándolo con detenimiento no era fácil distinguir si era su vista, su yo interior o si ambos a la vez, los que quedaban atrapados por cada brillo de la luz, cada forma, su relación con otros objetos, las sombras... Tal abundancia en un rincón, en una pequeña porción de todo lo que entraba en su campo de visión, que podría decirse que era la personificación de la sentencia: los árboles impiden ver el bosque.
Se fue haciendo mayor. Algunas noches dejaba a su cuerpo acostado y se sentaba muy silencioso detrás de sus padres, mientras veían alguna película.  Las noches templadas se asomanba al balcón para ver las estrellas intentando definir lo que era el Tiempo. 
En verano podía seguir el vuelo de los mosquitos pero no podía impedir que picaran a su cuerpo durmiente.
Las noches de insomnio hablaba con las puertas intentando que los picaportes no le sacaran los dientes o que la cama no se encogiera de un respingo al percibir su presencia casi espectral. 
Durante la adolescencia ambos dos, persona y cuerpo, atravesaron periodos en los que parecían coincidir, pero eran puras carambolas en las que la alegría,  la tragedia, el caos exploratorio, la digestión de nuevas experiencias o las ansias de ser suficiente para casi todo, los cogían por sorpresa dejándolos a su merced. Se conocieron mejor, pero a veces se ninguneaban negándose a reconocer la importancia de su adversario. Tenían en común ese deje de orgullo que tanto complica la existencia. A uno lo asistía la Vida y su afán de supervivencia con todos los recursos que durante siglos lleva acumulados. Al otro el discurso dominante, ese que para potenciar una visión menos reduccionista de la vida sólo valoraba lo que se escapaba a los instintos, dejándolos como exentos de toda humanidad.
Dicen que ayer su cuerpo se quiso ir a la cama. Se desvistió despacio, dobló con cuidado a su viejo compañero y lo dejó sobre la silla. Deseó ser joven otra vez y se puso los zapatos de cordones, el traje de las bodas, la corbata de rayas. Se afeitó, perfumó, se peinó con cuidado. Fue a bailar y cantar hasta bien entrada la noche.
Volvió un poco piripi  y chocó contra la puerta.
Su yo se levantó temprano esa mañana,  hizo café medio sonámbulo y preparó la ropa antes de ducharse. Cuando fue a por su cuerpo tenía enredadas otras piernas. Fue ascendiendo la vista lentamente. No tenía costumbre de ver las cosas por entero. Su cuerpo yacía allí con otro. Se veían los dos tan plácidamente dormidos, tan acoplados, que se puso a susurrarles historias de amor en el oído.







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