Es menester
Trabajaba en esa huerta
desde joven escuchando cada brote que nacía. En verano revisaba con esmero el
estado de humedad de cada pie, que la sombra cubriera los renuevos, que
pulgones y cochinilla estuvieran a raya. Pero ese año uno de los limoneros
aromáticos enfermó y no había manera de enderezarlo.
¡Había tan pocos! ¿A quién
le preguntaría?
En aquel convento de
clausura no entraban hombres a menos que el trabajo no pudiera hacerlo una
mujer. Él había empezado allí con su mula y su reja y hasta la presente había
sabido entender y tratar cada susurro de queja de las plantas.
La madre superiora
autorizó la entrada a un experto en plagas de cítricos. Cuando salió del
convento le preguntaron a Juan que qué le había parecido.
-Él tiene la ciencia, pero
yo tengo la experiencia. Ya veremos.
Una novicia tuvo el
encargo de ayudarle con el tratamiento. Hubo que podar una rama, que
«más te conviene
que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la
gehenna».
Hubo
que tratar sus hojas con una solución fungicida justo antes de que oscureciera
y de nuevo al alba, repitiendo el tratamiento cada dos semanas. Hubo que
mantener frescas las hojas, limpiar el tronco de pupas contagiadas.
El
calor no ayudaba. El viento seco de África no ayudaba. Amanecer tras amanecer el jardinero refrescó el interior de la copa, allá donde no legaba el rocío. Al atardecer era ella la que sacaba cubos
de agua de la alberquilla con carpas, para refrescarlo. Tla, tla, tla tla, hacía
el agua al entrar su mano en la cubeta y sacarla rápida hecha un pocillo para
espurrear las hojas más tiernas.
Al fin la constancia del jardinero y su joven
ayudante dieron su fruto.
El
perito les dio la enhorabuena por su trabajo. Juan contestó:
-Cuando la experiencia no alcanza es menester
comprobar la que otros nos ofrecen.- Se quitó su sombrero de paja e inclinó levemente la cabeza.
Un buen relato, entretenido y real. Y de sentencia firme, pero no siempre usual: ¡es menester!
ResponderEliminarAbrazos Loles.