Sequía

Le hubiera encantado ser músico. Le fascinaban los toques de batuta, la energía de los gestos, el cabello dando latigazos detrás de cada sacudida, la pasión de las manos marcando el compás, la cara  traduciendo el tono de la melodía, unas veces tierna, otras terrible, otras transportada mucho más allá de los confines del auditorio. 
Se recordaba a sí mismo subido en el sofá de su casa cada uno de enero, un palillo chino en la mano, imitando a Zubin Mehta mientras dirigía el concierto de Año Nuevo. 
Su primera profesora fue una conocida de la familia. Una señora con permanente, teñida de azabache, y frente tan estrecha que daba a sus ojos pequeños y oscuros un aspecto granujiento. Le intimidaba tanto que no le salía la voz del cuerpo y Doña Leocadia pensaba que no conseguía entonar.
Sus padres decidieron apuntarlo a la banda de tambores del pueblo.
El aire marcial de las bandas y el piiiiiipa, parapiiiiipa, porrrrrón, porrrrrón, porrrrrón, le cansaron pronto. Nada que ver con una orquesta de verdad y una buena sinfonía.
El último cartucho le llegó tarde. Cuando tuvo opción de aprender un instrumento se sintió ridículo solfeando en el mismo aula que alumnos veinte años más jóvenes que él.
Cuando llovía subía al monte. Sacaba de la mochila su batuta y dirigía truenos y chapoteos en las hojas de los árboles. 
Aquel año de sequía "tomaba el silencio por orquesta y aparecía el vacío sin falta".


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