Un topo top secret

Hay un topo debajo de mi cama. Se metió ahí una noche de invierno que me comía la fiebre. Deliraba y era fácil verme luchando con las mantas. Tal vez por ese jaleo ni el mismo topo supo que estaba donde estaba. 
Un día que no podía dormir me agarré del filo del colchón y asomé la cabeza buscando las zapatillas. El suelo estaba helado y era más soportable apoyar las manos desnudas en el suelo un momento sintiendo el calor de mi cuerpo bajo las sábanas, que salir de aquel refugio acogedor y notar el frío subiendo por las piernas.

Un pequeño abultamiento parecía crecer bajo las losas.
-Estoy soñando- me dije. Me volví a meter en la cama, comprobé que no estaba dormida y repetí todo el movimiento ahora sin apoyar las manos, por si acaso.
El suelo crujió suavemente, pero ¿quién se podía preocupar por aquello? La casa entera crujía al llegar la noche. Cuando llegaba la hora  del Fugitivo se suponía que estábamos durmiendo. Íbamos  sorteando las losas sueltas para no ser descubiertos hasta asomarnos por el hueco de la escalera.  De aquella serie sólo recuerdo que el protagonista me parecía atractivo, su pelo oscuro, sus piernas ágiles. De lo que me acuerdo con más nitidez es de los ataques de risa que nos entraban de pensar que iban a pillarnos. Pero la tata siempre nos decía que la madera cruje, que no teníamos que asustarnos de eso.
Un pequeñísimo topo asomó su hocico trompetero e hizo el gesto de mirar. Ni yo le ví los ojos, ni creo que él me viera, pero desde ese instante supe que sería mío. Puse las zapatillas bloqueando la salida por la que se había asomado no fuera a ser que  a otro de mis hermanos se le ocurriera la misma idea de tenerlo. 

Eso me contaba  Adelina, la vecina de mis padres. Me gustaba entrar a saludarla  porque nos dejaba darle pipas al loro y a veces nos ofrecía agua de limón en la merienda. 
No se podía decir que el topo fuera muy sociable. Pero era un buen topo y era suyo aunque ni el mismo topo lo supiera. Podían pasar meses sin que saliera. Adelina sabía que estaba allí porque veía el montoncito de tierra por la mañana.
-¿Es que no sabes que tienes que sacudirte la tierra de los zapatos cuando entres?- le decía su madre.
- Perdón, no me he dado cuenta,-  decía ella para no levantar sospechas- ahora lo limpio.

Poco a poco Adelina se fue haciendo cómplice del topo. No se conocían en directo, pero se sabían. Sabían uno del otro. Ella  se ocultaba para cuidarlo, le apenaba no poder enseñarlo a sus amigos pero temía que lo asustaran, que se sintiera incómodo, que se revolviera contra ella, ¡veía tan poco...!

Adelina, Lina,  había oído muchas veces la riña cuando alguno comía a solas:
-¿A cara perro? ¡Eso está muy feo!
Y ya temía la reprimenda por no haber hablado de su pequeño amigo. Mientras más tiempo pasaba  más se arrepentía de no haber contado nada. Más miedo le daba que lo espachurraran con la escoba si lo descubrían.

Cuando creía que se había ido para siempre volvía a ver el surco abultado en las jardineras del balcón.

Aparecía su rastro en el parque. Aparecía en el patio del colegio. Aparecía al ir de vacaciones.  ¿Cómo daba siempre con ella?
Y Lina empezó a sentirse incómoda. ¿Por qué la perseguía si no quería verla? ¿Por qué se sentía en la obligación de nunca molestarlo? ¿Por qué había alimentado a aquel topo al que ni siquiera conocía? ¿Quién le iba a creer semejante historia?

A veces se persiguen mutuamente. Creo que a veces se hablan con los ojos vendados. Debe ser que el topo reivindica igualdad de condiciones.




Comentarios

Entradas populares