Doña la marquesa

Estaba nublado y el plomo del cielo hacía que se le cerrasen los ojos.  En sus ensoñaciones creía seguir la conversación, pero no hacía sino utilizarla de interlocutor para que su subconsciente creara imágenes.
Vio a los jefes de la Iglesia, incapaces de entender los beneficios de las relaciones con otro sexo, elaborando un texto. En él  se proclamaba virgen (literalmente virgen) a una muchacha preñada antes del matrimonio.  A un tal Lucas, a toro pasado (más de 50 años), se le ocurrió utilizar el recurso literario de la hipérbole tan de moda en la época, para decir que el hijo de la muchacha era alguien grande en la historia de la humanidad. Escribió que había sido hijo de un milagro, pero la exageración se le fue de las manos. Los que lo leyeron más de quince siglos después, con abrumadora mayoría masculina y con tendencia a considerar a la mujer como la perdición de los hombres, se lo tomaron al pie de la letra.

Doña la marquesa se despertó un poco sobresaltada por la osadía de la ocurrencia y el tono  resabiado de la misma. Vio a su sobrino hablando de que su novia habría de ser muy católica y un poco pija, porque le gustaban así: manejables, bondadosas, serviciales y agradables a la vista, de las que le comprarían las camisas y los calzoncillos, porque a él eso de ir de tiendas le parecía de mujeres, y se dijo:
-Como tiene que ser, que sea muy virgen también, y que conciba los hijos con el menor roce posible, como nuestra señora, que no tuvo que aguantar humores ajenos ni tentó a los hombres con sus encantos.

Es que doña la marquesa había crecido con pocos abrazos y el beso diario de buenas noches era un beso fugaz, de buena educación, un puro trámite, como el billete de  2000 que se ganaba al pasar por la casilla de salida del Monopoli. Un azucarillo que estaba disuelto antes de cerrar los ojos.
Tuvo varios pretendientes que apenas le pedían un beso, de los de verdad,  los despachaba por indecentes.

Se había casado con un monstruo de las finanzas que se pasaba el día en la taberna de la esquina proyectando negocios borrachos. Cuando ella proponía inversiones le decía que para qué, si todo lo suyo era también de ella.
-Pues entonces dame algo para que yo ponga una cafetería maravillosa donde venga a merendar la gente conocida. Es que en provincias no hay nada de eso...
-Todo lo mío es tuyo... cuando me muera, corazón. Todo lo mío es tuyo como dice la ley: cuando yo me muera.
Y doña la marquesa, que estaba tiesa, se le torcía el gesto y se daba media vuelta. Porque su marido sabía dirigir desde el mostrador todos sus negocios, pero se negaba a que ella dirigiera ninguno y a veces se aburría solemnemente.

Pero todo tiene que llegar, y la muerte llegó un día al bar donde su consorte planeaba un aftershave a granel.
-Eso está hecho de mentol y desinfectante. Se busca un envase atractivo y lo vendo como churros. -Le estaba contando a uno de sus oyentes. Y haciendo el gesto de cómo sería la botella puso un gesto de dolor y sus 120 kilos se desplomaron sin un ay ni un adiós.
Doña la marquesa heredó toda su hacienda que resultó no ser ni tan extensa ni tan sustanciosa como ella había supuesto, y se dedicó a recibir las visitas de sus sobrinos y a poner orden en las cuentas.
Y así sigue, porque ella no tiene visión empresarial y no se atreve a montar su anhelada cafetería.
-¡No vaya a ser que no me vaya bien y lo tenga que abrir al público! ¡Qué horror!, ¡tener que atender a cualquier mediopelo que se acerque!






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