Pepa Simboca o de cómo ganar fieles

Érase una niña que se reía para rebelarse. Era de la familia de los Simboca, y a pesar de ese curioso apellido, se hablaban entre sí y hasta con terceros.


A veces iba a la iglesia. Si iba sola le gustaba obsevar los óleos enormes que había pintado madre Amparo. Aquello debía ser muy difícil de hacer, con tanta gente en la escena  y lienzos tan grandes. Se estaba bien en aquella capilla del colegio. Hacía más fresco que en el patio y uno se podía esconder allí unos minutos sin levantar sospechas cuando no le tocaba quedarse al pilla-pilla.
En las celebraciones era otra historia.
En los bancos apenas había sitio para sentarse. Lo fetén era que le tocara en la fila del medio, porque las profesoras se solían colocar estratégicamente al principio o al final del grupo para que no se desmandara demasiado. La risa empezaban con el primer canto. Estaban las que entonaban bien, las que desafinaban, y después Teresa. Solía quedarse afónica, pero cuando tenía voz le sonaba como saliendo del fondo de un cántaro. Cuando no cantaba en grupo era difícil reconocer cuál era la canción,  tanto  la alteraba. Cuando cantaba en grupo parecía que se había colado un abejorro en la iglesia.
- ¡Canta Teresa,- le animaba Pepa- que ahora no está mirando madre Ángeles!.
A Teresa le gustaba cantar y a Pepa Simboca le encantaba que lo hiciera. Apenas daba las primeras notas comenzaban las primeras risas.
La reacción era casi automática. Varias monjas empezaban a estirar el cuello buscando a Teresa para mandarle callar. Grupos numerosos de alumnas miraban al suelo para no darse por aludidas ni poder dar pistas de su ubicación exacta.
Era de vital importancia no mirar a nadie a los ojos para no estallar en carcajadas, pero ¿Cómo reírse cuando uno no se puede reír si todo el cuerpo lo hace de forma convulsa?
Empezaban mirando al suelo, mientras sus hombros se sacudían. Cerraban la boca con fuerza para que no se escapara ni el menor síntoma de ataque de risa y,  si ésta amenazaba con escaparse por los ojos en forma de lágrima, recurrían a sentarse o ponerse de rodillas y meter la cara entre las manos. Del calor que sentían en ellas tenían la certeza de estar como un tomate. Ya solo quedaba rezar para no ser descubiertas.
Tampoco acababa mal. La intención de ir a la iglesia era esa y rezar,,, rezaban para que no fuera madre Crescencia  la que apareciera. Con ese nombre se podía esperar cualquier cosa menos una sonrisa amable.

Cuando no era Teresa, era cualquier equivocación al levantarse, o al recitar las oraciones, o a seguir cantando cuando todos quedaban en silencio...Resultaba muy divertido ir a la iglesia. Uno se sentía vivo y cerca de los otros. Algunas canciones eran bonitas.  Era fácil reír y hasta llorar como se descuidaran y fueran descubiertas. ¡Así cualquiera se hacía adepto!


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