Mente saltimbanqui

Tienden los brazos hacia sus congéneres como árboles chinos, por plantas horizontales. Se enredan hasta con los cables de la luz. Sus hojas tiemblan sobresaltadas por las gotas de lluvia. Susurran a la tormenta, casi le riñen cuando insiste en quedarse.  Son tiernas las más pequeñas. De un tono tímido que aun no ha cogido fuerza. 

Unas torcaces se arrullan entre los verdes. Salen despavoridas cuando las busco. 

- ¡Soy yo, la de todas las mañanas!- pero son asustadizas. Qué vida tan inquieta la de los pájaros, siempre en alerta. 

Debajo, como ajena a la sombra que le cubre, se despereza la flor de la feijoa. Belleza de terciopelo y delicado cabello. Los colores haciendo gorgoritos de ópera de postín. Luego, cuando se vuelve fruta,  aroma y sabor igualmente intensos.

Miro el pluviómetro. ¡Otros siete litros! Tendría que llover sin parar hasta que  acabe mayo. O parando a la hora del recreo que estiremos las piernas y ventilemos las guerras por los juguetes. Que llueva en cualquier caso, que llueva.

Está el aire más fresco. La leña tan mojada no arde bien y recuerdo a los hermanos Marx quemando sillas. Debajo de la corteza hay nidos de carcoma. Mi pesadilla. Al fuego con ella. 

Mañana como de restos. Tengo que grabar el CD que no funciona en el reproductor del colegio. 

Reviso el texto de Gemma.  Santi me pregunta. Me irá bien. Organizar algo para poder vernos. Eso la animaría. Es duro estar bien y encontrarte tan mal tanto tiempo.

Vuelvo a la tesis. Ha salido un rato el sol pero los charcos y la noche  le ganan. Hablo un poco con mis hijos. Aún es de día  en Edimburgo. Me alegra verlos y escucharlos, saber de ellos. 

Ojeo de forma intermitente el otro extremo del parte de guerra. Estuvo inspirado anoche. 

Es tarde. Un perro ladra a la luna.