Sin casi miseria
Tuvimos una vida regalada.
En ella no faltaron ni pan ni mantequilla, ni libros, ni amigos, ni juegos, ni risa.
Tuvimos mucho más de lo que tiene cualquiera:
una calle segura donde todos corríamos entre piedras y charcos,
hermanos y vecinos que nunca te dejaban
una casa muy grande donde siempre trabajan
mujeres que no paran si no es hora de la siesta.
Tuvimos muchos libros en las tardes de invierno,
en los días de fiebre,
en cada cumpleaños.
La ilusión de que fuéramos buenos,
de provecho, educados
alguien de quien poder estar siempre orgullosos
sin muchos sobresaltos.
Tuvimos alegría, una madre, un padre,
muchos tíos y primos,
un abuelo en Madrid,
(donde todo es mejor, por si no lo sabías).
Y más,
tuvimos esa suerte que parece justicia
de estudiar con maestros a los que gustaba enseñar.
Llegaban nuestras notas
Nos ponían en fila
mi padre preguntaba:
-¿Cuántos?
- Ocho y dos notables (ocho sobresalientes)
Te daba ocho pesetas y permiso para ir al puesto a comprar. Te sentías dichoso con tal premio ganado. Daba para ocho chicles, menuda bendición
Llegué a los catorce años, cambiamos de colegio, llegaron los suspensos. Y a partir de esa etapa la llegada de notas se convirtió en sinsabor.
"Cada punto a peseta. Si hay suspenso no hay propina".
Esa era la norma y ya desde esa hora "¿Cuántos?" no eran sobresalientes sino si había regalo, esa casi miseria que me hacía ilusión.
Así que sin casi miseria pasó mi adolescencia. No me gustan las chuches, tal vez sea lo mejor.
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