Un momento eterno.

 Ella tenía unas sandalias blancas desgastadas de tantos veranos de uso. Primero fueron de su hermana mayor, luego de su otra hermana. El tercer verano le tocaron a ella. El kánfor blanco apenas duraba lo que tardaba en salir a la calle, entrar al parque y subir por la rampa del tobogán, el último tramo ya de rodillas, agarrándose al pasamanos para no deslizarse antes de encumbrarlo. Ellos con sus pepitos, esas sandalias cerradas de hebilla. Aquel día estaban sentados junto al algarrobo. Otras veces jugaban al fútbol. Uno de portero, los otros dos, a veces con algún cascarón de huevo añadido,  los delanteros. 


Ese día, sentados junto al algarrobo se sentían tan completos, tan contentos de estar juntos, que ni se les ocurría que algo pudiera alterar el estado de las cosas. ¿Cómo no entender que la felicidad fuera algo de eso? Cuando a uno se le ocurría algo, los otros dos se entusiasmaban con la idea. Si uno se reía, la sonrisa, cuando no la risa, era inmediata en los otros dos. Cuando uno se dolía, los otros dos se apenaban. Tenían la seguridad plena de volverse a encontrar cuando el toque de queda, la voz de "a cenar", les hacía correr a sus casas. Hasta les hacía valientes ese amor.
Fue junto al algarrobo un día de finales de verano chupando las vainas dulces recién caídas, que se les ocurrió llevarse algunas para poder jugar a las tiendas de forma más consistente.
Iban sin permiso. No es que estuviera muy lejos de la casa, pero estaba en descampado y había que ir con alguno de los mayores.
-Yo ya soy mayor- se dijo ella.- Ya sé montar en bicicleta, sé andar por la tapia sin caerme, sé volver a casa, no me dan miedo las culebras ni las lagartijas.
Y aunque aun no tenía la edad de la razón se sentían tan seguros que allá fueron. Fue por un descuido,  queriendo coger vainas del árbol con una piedra, cuando se hizo una herida justo debajo del ojo, hasta la aleta de la nariz.
Ella supo que los quería porque se curó sola evitando ser vista y quitando todo rastro de sangre de su piel. No quería que les riñeran.
-Me he pinchado con un cardo- dijo por toda explicación cuando le vieron el churrete de mercromina.
A los pocos minutos llegó la madre de ellos a preguntar que cómo estaba.
Fue entonces cuando ella tuvo la prueba de lo mucho que le querían sus amigos. Fueron llorando a su casa diciendo que la habían dejado ciega, de tanta sangre como manaba la herida.
El dolor de ella fue el dolor de ellos dos. Querer que se acabara pronto, resolverlo, los hizo valientes. Ella se curó sin decir ni media palabra para  evitarles el castigo. Ellos, sin miedo al castigo, pidieron ayuda.

El pediatra comentó que tendrían que haberle dado puntos. Que la cicatriz iría desapareciendo con los años porque las pieles tan jóvenes tenían mucha capacidad de recuperación.

En ese ensayo de amor no había grandes palabras, no había promesas, no había más religión ni más política que el sentirse a una siendo tres y el deseo de explorar el mundo juntos. Estaba la seguridad de que ante cualquier problema, estaban tres para resolverlo, aunque esos problemas los hubiera generado el mero hecho de ser tres y no uno solo, el estar construyendo algo juntos. Ese ensayo, en ese momento, de alguna manera, fue eterno.

Se acabó el verano y los mellizos se mudaron a un piso en el centro. Nunca más se volvieron a ver. Quedó el deseo de explorar el mundo con alguien, de estar respaldada en los momentos de dificultad. Tal vez siguió su construcción de relaciones por ahí, justo por donde se había quedado.







Comentarios

  1. Sí, el desarrollo que haces de la primera parte de sus relaciones va por ahí! La unión de los tres como uno solo. Y sí también ese deseo de respaldo que anidó en su vida.

    Abrazos Loles.

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