Como en un sueño
Me coloqué cómodamente en el sofá de su casa y no quise encender la tele ni la radio. Cerré los ojos un momento para saborear mejor el silencio. Nada que discutir, nada que resolver con urgencia, ninguna herida que curar, ningún trabajo que terminar...
Fui cayendo en una especie de sopor hasta que llegó mi hija pequeña.
-Es la hora, se están yendo. Tenemos que seguirlas, no sabemos si se hará daño.
Salimos y enseguida seguimos el curso de un gran río. El paisaje, devastado por algún agente químico, me recordaba al Cañón del Colorado, igual de desértico, de rocoso, de extenso.
El río estaba lleno de tortugas gigantes entre las que se encontraba la nuestra.
-Corre, mamá, la corriente las está acercando mucho a la catarata. ¿Y si se rompe el caparazón al caer? ¿Y si se muere?
- No sé lo que va a pasar. Hay muchas. Van todas hacia allá. Es como si no lo pudieran evitar.
-No quiero que se haga daño
- Yo tampoco. No quiero verla sufrir. Yo tampoco- Le repito con cierta angustia
Nos adelantamos intentando averiguar cuál será su destino. La luz es azulada porque avanzamos a la sombra de las rocas, tal vez esté atardeciendo. Nos aproximamos a un desnivel, casi una sima. Al otro lado se puede ver el techo de una gran cueva
Al mirar hacia atrás vemos el salto de agua. Más de doscientos metros de caída. Cierro los ojos con esa sensación que te deja en el estómago un cambio de rasante tomado a más velocidad de la recomendada. Se ven las conchas de muchas tortugas precipitándose con la corriente.
-Se va a morir- dice mi hija
- Espera. No se ve el final, sólo a lo lejos se ve por dónde sigue el río. Vamos a buscarlo.
Debimos andar un buen rato en la casi oscuridad de la cueva. Al volver una roca se abrió ante nuestros ojos un espacio abierto iluminado por luz blanca de invierno.
- Mira, Teresa, es el mar. Ahí están. No podía ser de otra manera
En sus ojos ví algo que tradiuje como: Entonces era cierto, síempre hay más mar. También alivio y gratitud.
- Ya podemos volver.- Me dijo
Las vimos adentrándose en las olas. Esa luz de espuma de mar nos acompañó en el viaje de vuelta.
Fui cayendo en una especie de sopor hasta que llegó mi hija pequeña.
-Es la hora, se están yendo. Tenemos que seguirlas, no sabemos si se hará daño.
Salimos y enseguida seguimos el curso de un gran río. El paisaje, devastado por algún agente químico, me recordaba al Cañón del Colorado, igual de desértico, de rocoso, de extenso.
El río estaba lleno de tortugas gigantes entre las que se encontraba la nuestra.
-Corre, mamá, la corriente las está acercando mucho a la catarata. ¿Y si se rompe el caparazón al caer? ¿Y si se muere?
- No sé lo que va a pasar. Hay muchas. Van todas hacia allá. Es como si no lo pudieran evitar.
-No quiero que se haga daño
- Yo tampoco. No quiero verla sufrir. Yo tampoco- Le repito con cierta angustia
Nos adelantamos intentando averiguar cuál será su destino. La luz es azulada porque avanzamos a la sombra de las rocas, tal vez esté atardeciendo. Nos aproximamos a un desnivel, casi una sima. Al otro lado se puede ver el techo de una gran cueva
Al mirar hacia atrás vemos el salto de agua. Más de doscientos metros de caída. Cierro los ojos con esa sensación que te deja en el estómago un cambio de rasante tomado a más velocidad de la recomendada. Se ven las conchas de muchas tortugas precipitándose con la corriente.
-Se va a morir- dice mi hija
- Espera. No se ve el final, sólo a lo lejos se ve por dónde sigue el río. Vamos a buscarlo.
Debimos andar un buen rato en la casi oscuridad de la cueva. Al volver una roca se abrió ante nuestros ojos un espacio abierto iluminado por luz blanca de invierno.
- Mira, Teresa, es el mar. Ahí están. No podía ser de otra manera
En sus ojos ví algo que tradiuje como: Entonces era cierto, síempre hay más mar. También alivio y gratitud.
- Ya podemos volver.- Me dijo
Las vimos adentrándose en las olas. Esa luz de espuma de mar nos acompañó en el viaje de vuelta.
Comentarios
Publicar un comentario