Comi Comesilencio

Comesilencio, también conocido por Comi, se levantó despacio. Esa mañana tenía mucho sueño. Miró el despertador de su hermana mayor. Era temprano. Muy temprano. Por eso no se oía el ruido del tostador en la cocina, ni la radio de la tata, ni el agua de la ducha en el baño de sus padres, ni el teclear de la máquina de escribir de su vecino.
Sí. Todavía escribía con una máquina vieja y era su silueta la de una espalda curvada sobre la misma. A veces se frotaba las manos entre párrafo y párrafo, pero no era que no supiera qué escribir. Es que era muy mayor, casi nonagenario, y le daban calambres en sus dedos larguísimos. A Comi le gustaba oírlo a través de la pared. Se sentaba en su cama y tecleaba sobre el colchón de lana como si él fuera el que estuviera escribiendo. Algún día escribiría su historia. Pero hoy no. Su madre le había pedido que se pusiera guantes de silencio para jugar.  Comi se  convertía en cirujano moviéndose por la casa con las manos en alto evitando rozarse con nada, para que ningún germen patógeno pudiera contaminar a sus pacientes: soldaditos de plástico mancos o cojos, un geiperman vestido de geo, alguna muñeca vieja de su hermana... Luego en mecánico de bicicletas: daba la vuelta a la suya y arreglaba el plato, centraba las ruedas, engrasaba la cadena...

En navidad iban al pueblo a ver a sus abuelos. De la maleta, con gran ceremonia, salían sus pantalones cortos,  los calcetines altos y sus zapatos de silencio, que siempre vestía en nochebuena, por ser ocasión especial. Se sentaban a la mesa con sus tíos, a veces le daban a probar vino con un poco de agua... Era mucho mejor llevar los brazos de silencio, pero a veces se le olvidaban.
En una de esas, su abuela, que era una señora de postín, le pidió:
-Comi, se parte y se come, se parte y se come
Comi se apresuró a partir su filete mientras masticaba. Era muy difícil, porque aquellos cubiertos tan grandes chirriaban en su plato y estaba empezando a sudar. A su abuela no le gustaba que separara los codos pero con los codos junto al cuerpo apenas tenía fuerzas para cortar. Además él era pequeño, y aunque le habían puesto un cojín,  la silla era grande, y la mesa  muy alta. Apenas asomaba la cabeza por encima del nivel de su cubierto. Se concentró en lo que había dicho su abuela. Era difícil masticar, mantener los codos cerrados, partir...
- Puedo hacerlo, sólo tengo que concentrarme...- Pensó. ¡Lo estaba consiguiendo!
-¡ COMI!, ¡parte y come!, ¿pero es que no me haces caso?- dijo su abuela irritada

Comi se sobresaltó. ¿Pero no era eso lo que estaba haciendo? ¡En su plato había ya tres pedacitos cortados!
Su hermana le dio una patada por debajo de la mesa.
-¡Para de cortar!- Le dijo con un gesto más que elocuente. Luego, casi entre dientes, añadió:
-Corta uno, come uno.
Comi miró a su plato casi aliviado. Era mucho más fácil hacer las cosas de una en una.
Alguien comentó que era pequeño para estar en la mesa de los mayores. Enseguida llegó Diego, lo miró de reojo, tragó saliva y se puso a ofrecer vino. Detrás llegó Pedro ofreciendo más roast beef a sus tíos. Estaba tan bueno que  todos dejaron de mirarle.

No todo era complicado. Esa noche la fruta estaba cortada en una preciosa macedonia y no había que pelarla con los cubiertos, porque ni con brazos de silencio conseguía que no se le escapara del plato.

¡Ah, los brazos de silencio!, esos sí que eran especiales. Era imposible meterse en una pelea con ellos, tampoco se podía acariciar o abrazar, pero permitían sujetar libros. A Comi le encantaba leer, y enseguida empezó a pensar que los brazos de silencio eran uno de los mejores regalos que le habían hecho sus padres. Al principio eran las imágenes las que le fascinaban. Luego empezó a ver los escenarios, era fácil meterse en ellos. Podía estar  en un atemporal "érase una vez", rodearse de gigantes, de ogros o de magos, o en el fragor de una batalla con los Tigres de la Malasia. Convertirse en un personaje más y vivir con ellos su historia...
Nadie le pediría explicaciones en ese su mundo privado.  Allí podía haber bullicio, clamor, hasta osadía,  pues el acceso a su imaginación permanecía bien oculto tras la sopa de silencio con la que era alimentado.

Rara  vez le pedían que se pusiera el sombrero de silencio si tenía que explicar los problemas a sus compañeros o a la hija de Inés.
Inés tenía la piel a manchas y apenas sabía leer. La madre de Comi, orgullosa de tener un hijo tan listo,  lo mandaba varias veces a la semana en época de exámenes.
Al volver a casa traía los ojos llenos de habitaciones sin calentar y casi sin amueblar. De las orejas de soplillo del marido de Inés, de su barba cerrada, sus ojos de niño y su sonrisa dulce. Del resabio de Inés y de su dureza.
Pero las palabras que normalmente acompañarían a esas imágenes no le llegaban a los ojos porque esos días de tanto frío, la bufanda de silencio lo impedía.


Un día fueron a ver a su tía monja al convento. Salieron muy temprano en el tren. Llevaban su ropa de domingo y una cesta de ciruelas. Su madre les había pedido que se pusieran orejas de silencio y Comi, siempre obediente, lo hizo. Su hermana mayor, que era bastante despistada, se las dejó en el cuarto de baño. Al principio fue estupendo. Ella, que no solía escuchar, como oía todo con claridad, devolvió el saludo cuando el mozo de estación les dijo buenos días,  anticipó la llegada de un tren, la parada en la que se habían de bajar, la manera de llamar a un taxi... Sus padres estaban encantados. ¡Qué lista era su niña! ¡Y qué simpática!
Empezó a torcerse la cosa cuando llegaron al convento. Cuando entraron a la sala de visitas, su tía tardó un poco en llegar. Ella había oído en el tren que su tía era demasiado escrupulosa con las normas, que perderían media mañana esperándola.
-Pues no ha tardado tanto- dijo contenta cuando apareció su tía- ¡no es tan escrupulosa!
Su madre la miró como si quisiera estrangularla, y con una risita comentó,
- Creo que quieres decir que  aún es temprano, que vamos a pasar un buen rato juntos.¿No queréis ir a tomar un helado?
Y para sorpresa de Comi, que acababa de entender que su madre quería que pasaran la mañana con su tía, salió en ese mismo momento con orden de no volver hasta que se lo hubieran terminado todo.



Comi fue creciendo. Haciendo honor a su nombre, comió todo el silencio que le ofrecieron y, poco a poco, fue formando parte de él. Sus amigos  y profesores le tenían aprecio. Era suave y sonriente.
- ¡Qué majo es este chico!
- No es muy expresivo, pero es buena persona
- Y es resuelto, da gusto estar con él.
- Cuando viene Comi, es fácil jugar
A Comi le llegaban sus sonrisas sinceras y se sentía jovial, le entraban ganas de correr y de saltar, pero no se le ocurría decir nada, tanto silencio había comido.

Más adelante, en un arrebato de minimalismo, empezó a tirar y regalar todo lo que le sobraba: ropa que no se ponía, zapatos que le apretaban, libros que no quería volver a leer, puñados de bolígrafos y lápices que le iba regalando una de sus tías cada vez que los visitaba, multitud de objetos que había guardado entreviendo las posibilidades que encerraban y que consideraba demasiado valiosos para dejar en la basura, bufandas llenas de bolitas, patines de cuando era pequeño... casi sin querer tiró uno de los guantes de silencio y empezó a teclear en un teclado auténtico. Luego, tiró el otro. ¿Para qué quería un guante impar y tan pequeño? Además eso de escribir de verdad tenía mucha más gracia que cuando lo hacía de mentirijjillas...

Lloró un poco cuando quemó su sombrero de silencio. En el humo se formaron algunas imágenes de él mismo con aquel sombrero, pero no lo quería llevar más aunque se hubiera visto elegante. Se vio distante y entendió por qué lo estaba de los demás cuando lo llevaba.

Otro día, después de recordar el olor del silencio, abrió un bote de perfume y lo dejó evaporarse lentamente.

También se desprendió de su ropa interior silenciosa. Se había enamorado locamente y empezó a resultarle incómoda.


A veces vuelve al silencio para sumergirse en su otro mundo. A veces abre la puerta y deja que se escape para que otros lo vean.













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