La Marquesa de Laquemira

Hay lugares a los que uno vuelve incluso mucho después de que hayan desaparecido.  Lugares a los que vuelves incluso después de muerto.

Lula volvía una y otra vez a la puerta del piso de sus abuelos en Madrid. A esa mirilla grande de latón que se giraba para poder abrirse dejando tras su calado varios centímetros de diámetro de visión. La puerta estaba pintada de color verde carruaje , era de hoja doble y se abría a un rellano donde llegaba un ascensor con paredes de madera y cristal. Cuando oía o veía el gran contrapeso de hormigón en movimiento se ponía de puntillas y se asomaba a ver quien subía. 
El piso de los abuelos estaba en la última planta y por eso, el enrejado de filigrana que protegía al ascensor, no llegaba al techo dándole un aire de ligereza.
Le gustaba verlo subir desde dentro y desde fuera. Desde dentro porque era frecuente que su hermano prefiriera subir a galope retándole. Lo más emocionante era ver si lo conseguiría en la última planta, la cuarta, donde ya se le veían muestras de cansancio. Las veces que conseguía la proeza esperaba doblado delante de la puerta de reja del ascensor, con las manos en las rodillas recobrando el resuello.
Desde fuera, porque sólo allí podía contemplar aquella pecera en movimiento,  su panza llena de señoras con abrigo de astracán, mirada altiva y noble compostura. Sentir el vértigo de los peldaños de la curva, tan estrechos al lado de la barandilla que temía perder pie y rodar escalera abajo.

Eran dos mundos: uno de luz, carrera y ruido, el que quedaba tras la puerta. Otro de penumbra y sonidos amortiguados, sólo recuperados en su escala natural en el cuarto de la costura y en la cocina, el reino de Eusebia, una mujer enérgica y fuerte que olía a repollo. Puede que María Redondo, esa mujer dulce y  sonriente que los acogía año tras año, perteneciera a la otra parte de la casa, a la que intentaba compensar los desvaríos de la abuela, muy enferma entonces, con la quietud que conseguía calmarla.
El dormitorio de los abuelos estaba en medio del pasillo y era,  probablemente, el más alegre de toda la casa. Tenía dos ventanas por las que entraba el sol desde temprano. Algunas mañanas que la abuela no se levantaba, entraban a saludarla después de que María la hubiera aseado y peinado. Todo era diferente en aquella habitación: las camas gris plomo, con armario, mesitas y cómoda a juego. Las puertas   de los muebles con rejilla, que dejaban ver una tela de flores en tonos rojos. Múltiples bandejas llenas de latitas con medicamentos para la abuela. El ojo de cristal metido en un vaso sobre la mesita de noche. En la cama de al lado, el colchón de lana del abuelo levantado y doblado ventilándose...Esos días la abuela manoteaba pronunciando palabras ininteligibles que su madre traducía: dice que buenos días que si no le vas a dar un beso.
-¿Te has tomado tus pastillas abuela? ¿Te las traigo?
- ¿Me acercas la lata azul pequeña?- pedía entonces su abuelo.
-¿Cómo te la sabes todas? ¡Hay muchas!
-Porque el abuelo es médico, Lula- le decía su madre.
-Anda, a jugar, ¿no quieres leer un cuento?-le decía el abuelo.

Tal vez por eso, en cuanto tuvieron edad suficiente, les dejaban bajar todas las mañanas a la plaza de la Villa de París, detrás de Santa Bárbara, a jugar un rato.
Lula Laquemira, futura marquesa por herencia materna, fue niña en ese piso del viejo Madrid. De María  recordaba el crujir suave de la tarima bajo sus pies, su pelo sin teñir recogido en un moño apretado,  su mirada bondadosa, su cuerpo gatuno, su discreción permanente.
Cuando desapareció de escena hubo quien dijo que sus ideas no encajaban en aquel ambiente refinado. Ocurrió durante la transición democrática, cuando  la legalidad vigente permitió que se conocieran sus  tendencias socialistas que pusieron en entredicho todas sus intenciones. La versión oficial, no obstante, fue otra. Se fue a cuidar de un familiar a su pueblo. Parece ser que no tenía nadie más que lo atendiera.


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