A la vejez viruelas

Que dice mi marido que eso, que a la vejez viruelas. Yo francamente prefiero ciruelas, de las negras con la carne amarilla, o uvas de las de Montilla o de la parra de mi abuela, que no son moscatel pero están más dulces y sabrosas aún si cabe.

Esa parra está en una casa grande de Villacarrillo (Jaén). Fue de la familia de la mujer de Vandelvira, un arquitecto nacido en Alcaraz en 1505, que construyó varias catedrales y la Iglesia de Nuestra Señora de  la Asunción del pueblo de su mujer.  Es una Iglesia grande, con tres naves y una torre. 

De esa torre de la Iglesia hay una historia real y relativamente moderna que Diego, el campanero, nos contaba como prolegómeno y requisito para poder acompañarle.

Hubo un monaguillo a principios del siglo XX que subió a tocar las campanas. Se llevó la sotanilla puesta porque de la emoción de que contaran con él para  echar las campanas al vuelo, ni se la quitó. Yo no sé si habéis visto el procedimiento, pero tiene su intríngulis. 

Para empezar, esos huecos donde están colgadas las campanas son bien grandes, como para que quepa la mayor holgadamente. Comparadas con ella, las que se empujan con todas tus fuerzas para que consigan dar la vuelta sobre su eje, son casi un juguete. Pero comparadas con el niño de once años que era el monaguillo, casi medio cuerpo.

Le empujas a la base, como a un columpio y, cuando la inclinación te lo permite, te cuelgas de la parte de arriba para bajarla con tu peso.

El monaguillo la cogió demasiado alta y la inercia hizo que la campana se volviera antes de tiempo arrastrando al niño por el hueco.

Dicen las beatas del pueblo que hubo un milagro. Lo cierto es que se le hinchó la sotanilla y cayó sobre el montón de arena de una obra que había cerca de la Puerta del Sol, la principal de la iglesia, saliendo prácticamente ileso. 

 Lo que luego venía era la coletilla que nunca verifiqué con un adulto, de que aquel niño murió muy mayor, por las graves consecuencias de la caída de un mulo. ¡Seguro que no llevaba sotana!