Sopla, sopla

El más antiguo que tengo es el de estar esperando un semáforo en una calle de Madrid. De la mano de mi madre o de la tata. 
-Agarre usted bien a la niña, Carmen. - Se referían a mi hermana, delgadita y etérea como una hoja de otoño. Yo ya iba de la mano, así que no contaba. Pensé:
- Pues no es para tanto.- Y justo en ese instante me dio un empujón sin avisar. 
- ¡Vaya! ¡Sí que tiene fuerza el viento!- y me así fuerte a la mano para evitar que un coche me pillara al caer de la acera.

El fabricado por la velocidad del coche. Ese que mece el brazo entero, la mano de timón, los dedos cortando el aire. Cuando ir detrás, en ventanilla, era el mayor privilegio. Sin cinturón ni aire acondicionado. Ir a cien, era ir "hacien..do" el loco. La ventanilla bajada. Media cabeza fuera. Los ojos entrecerrados para aguantar el choque sin que lloraran sin querer. La boca abierta notando como el aire inflaba los mofletes y los sacudía. Y en cuanto se daban cuenta
- ¡Mete la cabeza!
- ¡A ver ese brazo, que vamos a adelantar!

El campanario de la iglesia a la que subíamos con Diego. El aire danzando por los ojos de la torre y las campanas. Al echarlas al vuelo sentir esa corriente que te traga, que te lleva detrás de la campana, que te escupe del suelo, origen del vértigo.

En el mar, por la tarde, el poniente azotando la barquita de vuelta al puerto de Almería. Los saltos por las olas, el viento sacudiéndose el agua en nuestra cara. El pelo chorreando, notar su aguijonazo frío y húmedo, cargado de sal.

Un poco mayor, tal vez 14 o 15, y una cometa acrobática. Sentir toda la fuerza del viento en mis manos, casi volar con ella, zumbido de los hilos en la piel, la sangre, hasta llegar a la cabeza. Como euforia de saber lo que siente el viento, de entender lo que me dice, aunque fuera mi imaginación la que sintiera.

El viento ululando en la casa cerrada. Fantasmas queriendo ganar terreno.

El ruido de las hojas chocándose con furia, el crujir de las ramas. Su fuerza indómita.


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