Querido cuerpo, estás detenido.


No me daba tregua. 
Ya de joven me dio el primer susto negándose a respirar. Se había caído al río, y por quedarse encima de mis amigas se negó a flotar.
-¿Por qué tarda tanto en salir?
-¡Pero si hace pie!
- Me estoy acojonando ¡Será hijaputa!
-¡Si es que casi no sabe nadar!
-!Me cagoen...!¿Dónde se ha hundido?

Casi un minuto bajo el agua, y mis pulmones se negaban a reaccionar. Empecé a ponerme morada y hasta que Reme no me agarró fuerte por la espalda y me sacudió como si fuera un saco, mis costillas no se desbloquearon. 
-Lo siento, está muy escurridizo ahí abajo y no conseguía ponerme de pie- dije en cuanto pude hablar. Pero noté que algo se reía por dentro con una mirada triunfal más bien diabólica y me recorrió un escalofrío. 

Luego fueron las contracturas en la época de exámenes. Nunca fui muy buena estudiante. Me costaba sentarme. Cuando lo hacía me ponía tan en contra de mi tendencia al movimiento que todos los músculos se tensaban: Los hombros, el cuello y hasta las lumbares reclamaban justicia a grito pelado. Yo las callaba a golpe de relajantes y anti-inflamatorios a los que añadía café o  coca-cola a espuertas para poder mantenerme despierta. Sin duda fue el inicio de su plan de venganza.
Me fui haciendo mayor y sedentaria. Era trabajar de camarera o tener una carrera y eso sí que lo tenía claro. Conseguí hacerme amiga de los libros. Llegaron a ser una de mis pasiones, de hecho. Muchas horas sentada leyendo, los pies en alto si era ya tarde. Mi única concesión a mi tozudo cuerpo. 

No tuvo más ocurrencia que pasearse por la calle un día de tornado. Es verdad que llegó de forma inesperada, que duró menos de cinco minutos, que las calles quedaron desiertas casi por arte de magia. Se asomó al portal, desafiándome
-No será para tanto, no seas gallina
Asomé un pie. Luego el otro y al fin la cabeza. Me cayó, como del rayo, quiero decir, en vertical, una persiana entera. 
Ni que decir tiene que entré en coma. Conmoción cerebral, fractura del frontal, contusiones a discreción...
Tres meses de reposo lo hicieron holgazán. Ya no quería moverse. Y cuando yo lo hacía tenía que ser a base de pastillas para que no chinchara. 
Empezó dejando una pierna atrás. Y es que dolía la puñetera cuando la forzaba a andar con menos cuento. Luego fue la rodilla, que harta ya de tanto cojeteo empezó a protestar para que la viera. 
 Los médicos no daban con la tecla. 
-Es como si algo en tí se rebelara- decían
- Pon más de tu parte, intenta dar paseos.
Y yo, obediente, me tomaba un pastillón y en cuanto me hacía efecto me tiraba a hacer largos por el pasillo.
El día siguiente eran agujetas y el siguiente del siguiente el pastillón no hacía ni de placebo. Empecé a investigar. Hablé con un vecino policía. Salí a tomar el sol una mañana y los ví deteniendo a un indigente.
-¿Pero será posible?- No era a él quien detenían, era a su cuerpo que apenas podía enderezarse.
-¿Lo ves? -Le dije- ¿Lo has visto? Se lo han llevado. Se han llevado su cuerpo. ¿No ves que él sigue ahí, sentado junto a la fuente? No me digas que no lo reconoces. Está feliz de no tener que aguantarlo. Eso te va a pasar a tí. ¡Me tienes harta!

No se lo debió creer el muy ingrato. Le daba de todo lo mejor, tenía diez médicos observándolo. Nada. Ya apenas me dejaba levantarme. Ducharme, vestirme, caminar los 200 metros hasta la oficina se habían convertido en una tortura. Las dosis de calmantes se quedaron pequeñas.
-Nos queda la morfina. Pero te hará adicta.
-Cualquier cosa que calme este dolor insoportable.
Empecé una mañana de domingo. El lunes noté una extravagancia: el efecto se centraba en mis oídos,  en mis ojos, en mi olfato, en mi gusto. Todo llegaba de forma amortiguada. Pero no en mi espalda, no en mi cadera, no en mi rodilla que era donde más falta me hacía.
Marqué el número que Juan, el indigente, me había dado. 
Llegaron justo a tiempo. Sacaron las esposas. Se pusieron muy serios. Leyeron sus derechos. Se lo llevaron preso.
¿Y yo? Yo me fui a saltar las hogueras. Era San juan y hacía mucho que tenía ganas de hacerlo. Me colé en el cuerpo de una muchacha. Me desperté en la playa, liviana, contenta, llena de arena y sal y un tanto transparente. Le echo de menos, es verdad, porque me cuesta entablar conversación con mis amigos. 
Tal vez le pague la fianza. A ver si con el susto se me arregla. Si no, tendré que pensar en alquilarme un cuerpo nuevo.



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