Átomos de vida

Lo contrataron para trabajar en la nueva ciudad denominada  al-Zahrã', como la joven preferida del Califa,  "La Flor". Una promesa de belleza y grandiosidad.

Él era joven pero hábil. Hasta el maestro cantero lo llamaba para que tallara los adornos más delicados, que eligiera las mejores piezas para ello. 
Se levantaba temprano. Rezaba sus oraciones: pedía a Alá que sus ojos pudieran ver lo que el mármol le decía de su creador. Que sus manos pudieran tallar la forma que en él se escondía como un canto a quien lo formó. 
Sus manos, hechas de los mismos átomos que aquella piedra, hablarían con ella. También  su abuelo ebanista lo había hecho con la madera y su padre lo hacía con los caballos de la guardia. Tenían el don de ver más allá de lo visible, de oír más allá de lo audible, de tocar más allá de lo tangible, de conversar con todo tipo de criatura a través de sus sentidos. Cada uno de ellos más sensible a un tipo de materia, de criatura, como los que  eligen a sus almas gemelas sin proponérselo.

Nada más verla entró en una especie de trance. Cogió su cincel y acarició la piedra. Volutas de hoja de ruibarbo llenaron su memoria, el sabor de su confitura a su boca. No se dio cuenta de que el sol estaba ya alto. No oyó al maestro que le ofrecía agua. El  ataurique  lleno de hojas y tallos estilizados cubriría la entrada a la alcoba principal de la casa real. Alá se complació en su trabajo. Lo supo cuando lo llamó la elegida, la Flor de Azahar en persona, para agradecerle la finura del acabado.

La fitna, guerra civil del 1010, destruyó esa hermosa ciudad que quedó reducida a fragmentos.

Uno de ellos apareció intacto en uno de los muros sepultados por diez siglos de abandono. Un estudiante de arte se sintió atraído de forma irresistible por él. Hizo un boceto rápido para no olvidarlo.





Un poeta vio el dibujo,  al mirarlo oyó el corazón del tallador y quedó absorto en su latido.

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