Más piojos



La primera vez fue una invasión por sorpresa. Metió su ropa y toda la ropa de cama en bolsas de basura que roció con el anti ácaros más fuerte que encontró en el mercado.
Los niños empezaron contando los que veían caer en la bañera
-Uno, dos, tres, ...siete, ocho.
Al llegar a doce su madre les dijo:
- Prepárense los grumetes que vamos a iniciar el ataque. ¡Al abordaje!- Le llenó la cabeza de loción pediculicida y les puso un gorro de ducha a cada uno.
-Dentro de un rato estarán borrachos y nos los cargaremos a todos, que para eso somos piratas.
Debían haber pasado bastantes días infectados a juzgar por la cantidad de liendres que tenían.
-Jesús qué asco me ha dado.- Le contó a su marido cuando se durmieron.
Ese año estuvieron rabiosos, y a la niña se le contagiaron hasta de los prospectos explicativos, pero una vez superado se hicieron expertos en cómo combatirlos.

Muchos años después, un día, empezó a picarle la cabeza, como si una hormiga le mordiera.
Se revuelve el pelo para que se caiga. Piensa que se le habrá metido mientras estaba debajo del árbol del patio del colegio.
Al rato se da cuenta de que se está rascando la cabeza. Se acuerda de Isabel, una de las niñas que no para de rascarse en clase.
-¡No fastidies!
Rebusca entre las bolsas de aseo la lendrera. Se peina sobre el lavabo. No tiene liendres. Menos mal. Cuando está a punto de dejarlo pensando que es la obsesión lo que le ha hecho que le pique la piel, cae uno gordísimo. Está  tan endurecido que le cuesta acabar con él.
-La madre que la parió.- Vuelve a repasar toda la cabeza y respira aliviada cuando no sale nada más.

Isabelita va con trenzas tan tirantes que le recuerda al chiste de la niña a la que le preguntan si es china. Por su cabeza hay un desfile continuo,  que dura todo el curso,  de piojos en todos los estados posibles de madurez o decrepitud. Tiene una uña larga y negra con la que se alivia disimuladamente el picor. Su madre, madre de cinco más, una de ellas con una enfermedad severa que le impide hasta ir al colegio, no da para más. A Isabel le encanta el cole, es más lista que el hambre. ¿Cómo decirle que no vaya hasta que no tenga parásitos? ¡No podría ir en todo el año!
Todos los que estaban en contacto con ella compraron lendrera. Todos la amortizaron.

Después de Isabel fue la familia de Vanessa, una niña con ojos y mente de bebé. Igual de cariñosa y risueña también. Darle un beso era asegurarse algún trofeo de ocho patas.
-¡De algo tendrán que vivir los fabricantes de Filvit!- pensaba para sí cuando la abrazaba para consolarla.

Ahora que sólo se ven pequeñas manadas de piojos en los cambios de estación y todos están más tranquilos,  se le aparecen en sueños. Pequeños piojos recién nacidos que llenan la bañera y que persigue,  mientras cuenta con aire triunfal cuando caen bajo el peso de su uña:
-¡Uno, dos, tres...!

El último sueño ha sido más duro. Los había tan grandes como los patriarcas que espachurraba en la época de Isabel. Grandes ácaros guerreros que se resisten a morir con su panza casi abierta. Medianos y pequeños que se agolpan en su cuero cabelludo sin darle tregua. Pardos opacos o rubios brillantes multiplicándose a la velocidad del rayo. Sólo ve uñas que los persiguen. Un campo de batalla enorme, pues en el lavabo aparecen cientos y en el espejo ve el reflejo de los que escalan por la geografía de su melena.
Cuando parece que todo va a estar perdido recurre a  la loción infalible, el método certero que acabará con ellos. 
-¡Claro! ¿Cómo no lo he hecho antes? ¡Ahora veréis!- Y por esa contracción de espacio y tiempo que ocurre en los sueños, en el instante siguiente todo se ha acabado. Se ve relajada, con el pelo seco y brillante, tumbada en una chaise longue  
-Ya no me pica. Por fin.


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