Las cámaras

En aquel caserón de piedra de la época de Vandelvira cabíamos todos: Mi abuela con sus 11 hijos, las nueras y yernos correspondientes, una piara de niños, dos internas y, durante el día, cocinera, dos criados,  el lechero con sus cántaras y José Pérez.

José Pérez le había llevado las cuentas a mi abuelo toda la vida. Había cruzado la sierra en mulo llevando a mi padre y alguno de sus hermanos de Villacarrillo a la Carolina. Podía ser terrible cuando estaba trabajando en su despachito del patio si era verano, o en el rellano junto a la cocina si era invierno. No. Él no era el terrible, sino mis tíos que no nos dejaban acercarnos. Tal vez porque lo sabían, que siempre iba a tener el gesto amable, la sonrisa dispuesta, la palabra amiga, que siempre iba a hacer hueco para mirarnos casi con predilección.  O simplemente porque les resultábamos molestos. José era, de los hombres, el más tierno que podías encontrar en esa casa desde que se murió el abuelo. 
Cuando yo lo conocí ya era muy viejo. Me gustaba verlo llegar con su bastón y su cojera. Oírlo llamándome  chicuela.

Un verano trajeron de Inglaterra, de la Royal Show, una feria de ganado que mi padre solía visitar para ver las últimas novedades en vaquerías, un saquito con una mecanismo que al agitarlo mugía.
El aire olía a mañana. En la yedra del fondo del patio se peleaban los moscardones con la voz de mi abuela que hacía la lista de la compra con Fernanda. Pedro, su hijo, estaba regando las macetas de pelargonios que llenaban la división entre las dos zonas de aquel patio que me parecía una plaza.
El enchinado del fondo, aun húmedo de tanta agua, ofrecía un espejismo de frescor. Mis tíos se habían ido al campo para ver si las últimas novedades aprendidas en el reino unido de las vacas podían adaptarse a nuestro secarral del sur.

-¿A que no te atreves a darle el saco a José?- Rara vez me resistía a un reto si el premio era la risa. El que mi hermano no lo hiciera indicaba que conllevaba algún riesgo. La abuela no se caracterizaba por ser entrañable y andaba cerca.
-Sí, porfa, ¡a ver qué cara pone!
-Corre, que ya se han ido. Nosotros te esperamos detrás de la puerta.
Pedro, que era muy poco mayor que nosotros, nos miraba divertido
- Le tienes que decir algo para que lo mueva.
Se pegaron a la pared, agachándose para no ser vistos al pasar por delante de las ventanas. Solo yo me quedé en la salida del comedor esperando a que cogieran posiciones
Era ahora o nunca. Crucé el patio con cara de inocente y me asomé a la oficina.

-José, que ha dicho mi padre que dejes el saco en la caja fuerte.
 José se rascó la calva. Se levantó arrastrando un poco su pierna enferma. Agarró el bastón con la misma mano con la que cogió lo que yo le ofrecía y entonces oyó el mugido. El sobresalto fue genuino. Pero entendió exactamente lo que quise decirle con aquello: Me gustas tanto que me atrevo a jugar contigo, confío en tí, en que vas a entender que no me río de tí sino contigo.
Mis hermanos esperaban escondidos debajo de la ventana sin cristales que daba luz a aquel cuartito. Al salir corriendo fue mi abuela la que salió a defenderlo:
-Fuera de aquí, que José está trabajando
- No pasa nada, señora, que han venido a darme los buenos días. Y tú, granujilla, que no te enreden tus hermanos, que son mayores.
-No hace falta que lo guardes, era broma.- Le dije señalando al saco.
José se asomó a la puerta. Se rió al ver a mis hermanos corriendo para que nos les riñeran.
-Toma- dijo acercándome la bolsa- corre, que se van.

A una de mis tías que vivía con la angustia de que podían secuestrar a sus hijos le solía decir:
-Pero señorita, ¡si los niños no los quiere nadie!
Nos hacía reír. Yo entendía que los más pequeños daban mucho trabajo, y que José, porque  había querido a sus hijos, se había ocupado de ellos.

José tenía un cuartito donde a veces dormía la siesta, con un pequeño camastro y un lavabo con su espejo. Un cuartito al lado de la  entrada de la bodega, ya en desuso. Bajar a la bodega estaba prohibido. Era  el único lugar donde José ponía cara de pocos amigos si nos veía asomarnos. Había grandes tinajas para almacenar  aceite y era peligroso caer dentro de alguna. No creo haber bajado más de tres o cuatro  veces. Todo era oscuro y el olor a humedad rancia sumamente penetrante.

Con el lechero teníamos menos trato. Nos gustaba verlo despachando en la puerta del postigo. Más de diez cántaras grandes de aluminio que iban quedando abiertas cuando se vaciaban. El lechero escanciando la leche recién removida con  las medidas de litro, de medio, de cuarto..., el olor a leche fresca sin cocer y el más acre que quedaba en el patio antes de que regaran limpiándolo todo.
Llegaban las mujeres con su cuece-leches. Algunas se quejaban de la que se derramaba al servirles, aunque siempre añadiera un chorreón. Era un ambiente animado, casi de fiesta el que se creaba en la puerta, del que a medio día no quedaba ni rastro.
Hubo un año en que contrataron a un lechero joven, tal vez el otro estuviera enfermo. Tenía un bolsillo de cuero colgado del cinturón donde ponía lo que iba cobrando. Hacía la cuenta de memoria y parecía no equivocarse nunca. Era tan rápido dando las vueltas que me parecía prodigioso.
-¿No te haces lío con tantas monedas?¿Luego tienes que contarlas todas?
-¿En qué curso estás ya?
-En párvulos grandes
-¿Hasta dónde sabes contar?
-Más de mil
-Pues entonces ya mismo puedes venir a ayudarme.

En invierno, cuando anochecía, el reto consistía en subir a las cámaras. Se podía ir desde el cuartito de José o desde el dormitorio de los solteros, que estaba en la planta de arriba.
En la galería, un gran salón de paso en realidad,  había una chimenea enorme en la que solíamos calentarnos los niños por la noche. Mi tío  Carlos, entonces soltero, nos contaba historias de miedo. Cuando se iba al despacho, un salón mucho más pequeño y más cálido donde se quedaban charlando los mayores, la demostración de valor era subir a las cámaras.
Había que subir con una vela. Todo era intimidante: Las ventanas con contraventanas pero sin cristales, el suelo lleno de polvo, los baúles llenos de ropa antigua, alguno de ellos abierto y revuelto, el techo tan bajo, las habitaciones, alguna sin puerta dando el aspecto de estar recién abandonadas y lo peor, sin duda alguna, eran las pieles de zorro que colgaban de un alambre en una de ellas.
Cuando tuvimos unos doce años robábamos cigarrillos de mis tías para probar qué era eso de fumar. El truco era dejar detrás de tí las pieles, no verlas, no acercarte demasiado a ellas y hacer como que la situación era divertida, centrarnos en fumar en vez de en haber subido donde nadie iba a buscarnos, poder toser sin que nadie nos pillara al hacer ruido. Luego bajar con el corazón acelerado por la proeza, no de fumar, vaya porquería, sino por la de haber sido capaz de aguantar allí cinco minutos en la penumbra.


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