La librería de viejo

Siempre que pasaba por delante del escaparate se paraba un momento. A su abuelo le gustaba aquel local . Era pequeño y estaba muy poco cuidado.
El cristal, casi opaco por el hollín del humo de  una estufa de leña, daba luz a una estantería abigarrada hasta el techo de libros en horizontal sobre los que estaban bien colocados en las baldas. También se adivinaba mucho polvo y pocas novedades literarias. Sin embargo era fácil  ver alguna persona mayor entrando o saliendo de la librería.

Su abuelo seguía buscando libros que le dieran la clave de la guerra. No lograba entender por qué pasó lo que pasó. Por qué tanta gente eligió la lucha armada, matar a ceder en algo, a tolerar las diferencias, a valorar reivindicaciones, morir a vivir sin poder sobre los otros, sobre sus ideas, sobre sus modelos de convivencia.
Cada vez que leía un libro conseguía un nuevo matiz pero o no veía, o no quería ver, las razones últimas de tanto odio, tanto dolor provocado. Así que buscaba otro, y otro, y otro...
No se conformaba con las explicaciones oficiales. Leía sobre economía, costumbres, sanidad, educación...en los libros publicados antes del conflicto. Así llegó a conocer a Fabián, el librero de viejo de su barrio en Bilbao.

Un día, a la vuelta de una visita a la familia de su hermana, me cogió por los hombros, me miró a los ojos y me dijo:
-Aquí no suelen entrar niños. Si coges algún libro para verlo tendrás que dejarlo tal y como lo encontraste. Fabián parece descuidado pero no lo es. Sabe, sin tener que mirar siquiera, dónde está cada título.
-Muy bien abuelo.

Por primera vez ví la campanita que sonaba al abrir la puerta y que tantas veces había oído al pasar. No sabría calcular la edad de Fabián. Se sentaba al lado de la estufa, rodeado de ejemplares de todo tipo. Algunos muy antiguos con tipografía casi ilegible para mí. Otros más nuevos. Muchos tenían algún papel con anotaciones entre sus hojas. Apenas saludaba pero sonreía abiertamente al que entraba. Parecía encaramado a su taburete, tan mermado y encogido estaba. Llevaba un tarbush, un sombrerito de lana parecido a un fez en color azul plomo muy oscuro, y una chilaba de lana del mismo color. Se los regaló un tunecino con el que compartió celda durante la guerra y fué el único que consiguió calentar su corazón. En las largas noches de invierno hablaban de poesía y de sus amores y conseguían que las horas tuvieran un contenido luminoso y bravo como el mar, porque no hay amor sin lucha, solía decir Ahmed.
Sus ojos estaban muy al fondo de unas lentes redondas y sus manos, enfundadas en guantes con la punta de los dedos recortada, solían sujetar algún libro abierto.
-Este es mi nieto Ismael. Le gusta leer, va a echar un vistazo.
-¿Conoces la norma Ismael?
-¿Dejar todo dónde estaba?
Me sonrió asintiendo y se puso a hablar con mi abuelo.

Algo brilló en el suelo y cuando me acerqué para verlo oí un "clin" muy suave casi en la entrada de la trastienda. Recogí una cosa que parecía una uña de nácar casi traslúcida que por una de las caras era azul tornasol. Me acerqué sin hacer ruido al lugar de donde vino el sonido y ví otra.
"Clin". Me asomé al almacén que era una continuación de estanterías y cajas llenas de libros. ¿De libros? ¡No! ¡Eran palabras!
¿Cómo decirlo? Eran palabras sueltas. No retazos de papel sino palabras. Algunas aparecían con letra de imprenta, otra parecían anuncios de neón, otras verdaderos rabos de lagartija. No podía dejar de mirarlas. De repente ví algunas enlazadas: "dicharachero jovial" , "entusiasmo juvenil", "obstinación enfermiza" y aunque sabía la norma empecé a jugar con ellas: entusiasmo jovial, obstinación juvenil, dicharachero enfermizo, entusiasmo contagioso
"Clin"
Ese sonido...
-¿Me devuelves mis escamas?- Me dijeron unos ojos verdes
-¿Cómo dices?
-Se me han caído. ¿Me devuelves mis escamas?
- Sí, claro. Son bonitas. ¿De dónde las has sacado?
-Son mías, ya te lo he dicho
-No te las quería quitar. Tómalas. Estaban en el suelo y cualquiera podía pisarlas.
-Últimamente se me caen muchas.
-A lo mejor tienes un agujero en el bolsillo. Si tienes aguja e hilo puedo cosértelo
- ¡Qué tierno! No entiendes. Se me han caído de la piel, no duele. Es como el pelo, se cae en ciertas épocas del año, para renovarse, ¿sabes?

Se me debió poner cara de no entender mucho pero no pude seguir hablando con ella
-¡Ismaaa!
-Me llama mi abuelo. Tengo que irme.
Cuando me daba la vuelta ví algo parecido a una cola de pez que destellaba al ondularse bajo la mesa.


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