Nicolás y Lía
Estaba tan contento de haberlo descubierto…
Aquellas semillas también germinaban en la oscuridad de la cueva. Era una gran noticia para
todos los seres subterráneos, Nicolás echó de menos a su abuelo.
El abuelo de Nicolás había sido ferroviario. Había viajado mucho y había conocido a mucha
gente.
De todos los que observaba mientras recorría el tren picando billetes, los que más le gustaban
eran aquellos que se reían de ellos mismos, los que disfrutaban de sus niños, los que parecían
estar anclados a la vida con sentido del humor
El abuelo siempre le decía que era mejor aprender de esos que de los permanentemente
enfadados, de los huraños o de los invisibles.
Pero Nicolás no lo conoció en esa época. Para él su abuelo era tallador de madera.
Le había hecho los escasos juguetes que tenía. Le había enseñado a manejar las gubias, el
cincel y los cuchillos de tallar. Había sido su madre y su padre. Y no le había dado nada que no
necesitara porque el abuelo tenía que cubrir otros gastos de los que nunca hablaba.
Cuando lo conocí estaba en su casa, un piso de los que tenía Renfe en la avenida de América.
En esa época el mar empezaba donde hoy está la Huerta de la Reina justo detrás del viaducto.
De la sierra sólo emergía el final de la cuesta del Reventón con sus ermitas y un faro.
En su piso apenas había muebles, las paredes desnudas me sorprendieron. ¿Cómo podía
Nicolás ser tan cercano, tan cálido, tan decidido, con ese ambiente tan austero? Creemos que
nuestras casas, nuestra apariencia, muestran lo que somos. A lo mejor es verdad, y lo que
mostramos es todo el lastre que arrastramos sin saberlo.
Aquel invierno el abuelo estaba un poco pachucho. Tenía una tos tonta, que a ratos se
empeñaba en acompañarle. –¡Esta amiga mía es tan pesada, la pobre!, ¡debe ser que le caigo
bien porque no me deja!
Al volver de la escuela Nicolás encontró la puerta abierta, pero el abuelo no estaba.
Se fue haciendo de noche, calentó un poco de la sopa del medio día y, después de tomársela
fue a buscarme.
-¿Me ayudas a buscar a abuelo? Sé que no quiere que salga solo al mar, pero quiero
encontrarlo. Está muy resfriado, es tarde y hace frío.- Me dijo
Cogimos los abrigos azules del colegio. Y, al llegar al puerto, saltamos al pequeño velero con el
que íbamos a pescar.
-Tendremos que ir tirando los botones. No se me ocurre otra manera de encontrar el camino
de vuelta.
-¿Y tú crees que funcionará?
-Mira- me dijo.
Tiró uno de los botones de ancla de su abrigo justo al pasar por la cresta de una de las colinas
submarinas, luego otro y otros dos más. Cuando nos alejamos un poco más los vi brillar con el
haz de luz que dejó el faro.
Me quedé pasmado de tener un amigo tan listo. Pero no sabía muy bien por qué Nicolás
esperaba encontrar al abuelo en el mar.
-Quiero llegar al final de la sierra, donde se encuentran los seres subterráneos. A lo mejor
ellos saben algo.
- ¿Y no se asustarán cuando lleguemos? ¿No les pareceremos gigantes?
- Les llevo un regalo. Hace tiempo que prometimos enseñarles a plantar. Tengo semillas.
Aunque no entendí muy bien lo que tenían que ver los seres subterráneos con el resfriado del
abuelo y la prisa de Nicolás por encontrarlo, me contagié de su entusiasmo y me dejé llevar de
él.
El mar apenas estaba rizado por la brisilla que nos empujaba. Cuando llevábamos un buen rato
buscando estrellas y poniéndoles nombre a las que no sabíamos, empezó a cantar:
Vamos por el ancho mar, el ancho mar, el ancho mar.
Vamos por el ancho mar, vamos navegando
No es que fuera muy inspiradora, pero nos hizo sentir eufóricos. Nos pusimos de pie e izamos
una bandera blanca hecha con un pañuelo que llevaba en el bolsillo.
-¡Arríe velas contramaestre!-
Me puse el parche del ojo en el cogote porque había muy poca claridad y quería ver mejor. Ya
estábamos cerca de la costa y la entrada a la cueva estaba rodeada de rocas.
-¡A la orden, mi capitán!-
Cuando terminé Nicolás ya estaba remando hacia la orilla.
-¡Tonto el último!- gritó antes de saltar.
Cuando estaba saliendo del agua le grité -¡Ni lo sueñes!,- y me tiré encima suya.
– A la vez. Ahora ¿qué?, ¿los dos tontos?- nos dio la risa floja y no podíamos ni arrastrar el
barco a la arena.
Apenas dejamos los abrigos al sol encontramos una especie de hormiguero gigante.
-No puede ser un hormiguero, las hormigas no cantan.
Al meter la cabeza para oír mejor, se cayó de cabeza dentro.
-¡Ven!, ¡no duele. Está blandito!
Me tiré de pie y aterricé a su lado. Tenía la cabeza llena de paja y se estaba quitando el jersey
para sacudirlo mejor.
- ¡Mira!
La pared brillaba suavemente mostrando una galería por la que cabíamos andando. A cada
tanto una boca en el techo dejaba pasar un haz de luz, algunos grandes como un brazo, otros
finísimos, como hilos de pescar.
-¡Han llegado! ¡Han llegado!-
-¿Quién habla? ¿Dónde estás?
-¡Abajo!¡Aquí! ¡Ehhh, eh! – y mientras lo decía agitaba los brazos y daba saltos abriendo y
cerrando la piernecillas.
-¿Menudito?
-¡Nico, estoy aquí!
Nicolás lo cogió con mucho cuidado, lo puso a la altura de sus ojos, -¡Nos estabais esperando!
-¡Corre, que nos lo vamos a perder!
-¿Perder?
- ¡El huevo está a punto de abrirse!
-Un huevo de qué, -quise saber yo
-Pues ahí está la gracia, que no lo sabemos.
-Estáis locos. ¿Y si es de serpiente y os devora a todos?
-No, no. Tu abuelo dice que parece inofensivo.
-¿Está aquí abuelo?
- Yo esperaba que llegara contigo…¿es que no sabes dónde está?
Y mientras miraba la expresión preocupada de Nicolás señalaba la dirección que debíamos
seguir.
Menudito apenas levantaba un palmo del suelo, pero se movía a tal velocidad que nos costaba
seguirle.
Su movimiento originaba una especie de zumbido que al cambiar de velocidad o de dirección
cambiaba de tono, de manera que parecía música. Lo que habíamos oído no eran cantos sino
un montón de seres diminutos moviéndose con la agitación que provoca un acontecimiento
muy esperado.
Cómo aquel grupo tan diverso producía aquella armonía sonora sigue siendo un misterio para
mí, a no ser que el sonido, igual que la pintura, se armonice cuando el propósito es común y
todos son capaces de ajustarse (a su estilo, y con su capacidad, claro) a una pauta, como los
mosaicos realizados por mis alumnos.
En medio de aquel son, empezó a abrirse el huevo. Se hizo el silencio. Treinta y cuatro caritas
con sus ojos abiertos de par en par, aguantaban la respiración.
-¡Atchís!- El estornudo no me dejó ver los primeros momentos, cuando la cáscara parece que
se vuelve elástica por la telilla que tiene por dentro. Sí vi cómo iba rajándola todo alrededor
antes de asomar un pico oscuro con las boqueras inflamadas.
Poco a poco aparecieron una cabeza con el pelo enmarañado, medio pelo medio plumón, unos
bracitos recubiertos de escamas, un cuerpo recubierto de plumón verde oscuro, como el de los
patos salvajes, patas de dragón y una cola de renacuajo acabada en punta de lanza que nos
inquietó mucho.
- Pero ¡qué cosa tan rara!.
-¿Es un masifo?-
-Yo creo que es un perigordo, se parecen mucho pero es más manso- contestó uno de los
mayores.
Era como si hablaran en chino. No conseguí saber si estaban hablando en serio o en broma,
pero la posibilidad de lo último me tranquilizó.
-¿Necesitará estar en el agua?- Se le escapó a Nicolás. Todos lo miraban como pidiéndole algo.
-Bueno pequeñajo,- dijo cogiéndolo con mucho cuidado como hubiera hecho el abuelo- ya
estás aquí. Y tú ¿cómo te llamas? – le dijo buscando su cara.
La criatura torció la cabeza y sus ojos grandes sin pestañas le miraron interrogantes.
-Tienes cara de llamarte Lía.
Lía emitió un sonido que parecía de placer, así que ese nombre le dejamos. Bostezó como si el
trabajo de romper el huevo la hubiera agotado y se quedó dormida.
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