El pescador de palabras

Erase una vez...
No. Así no puede empezar porque al principio no existía el tiempo. Repetimos.

Al principio era la nada. Ni luz, ni sonido, ni deseo, ni palabra. Como una foto congelada sin un antes y un después. Ni siquiera espacio...tampoco hay foto.

Un microcosmos imperceptible que, sin embargo, puja por desvelarse, que espera la voz que le nombre para ser.
No sabría decir quién lo hizo, pero sé que cuando se nombró la palabra "tiempo" se desencadenó una tormenta.
Como si de una onda expansiva se tratara, restalló un crujido que rajó el pequeño cascarón del universo, iluminando su interior. Y al sonar pronunció también, en una lengua arcaica, la palabra espacio.

Allá donde espacio y tiempo se entrecruzaban surgía un ahora, y dado que el espacio se extiende en todas direcciones, el total de ahoras, el presente, adquiere consistencia tridimensional.

Hubo más tormentas.
La luz se coló definitivamente congregándose en esferas radiantes. Aparecieron todos los colores del espectro lumínoso, tanto los visibles  como los no visibles al ojo humano. Donde no se conseguía reunir suficiente radiación, grandes masas de materia la cubrían.
Varios milenios después de ruido ensordecedor dieron paso a una lluvia torrencial y vientos huracanados. Luego, por puro aburrimiento, la lluvia fue cediendo intensidad y sólo quedó el rumor amortiguado de agua que cae sobre agua.

Nunca más hubo silencio absoluto, y, en ocasiones, la algarabía era tal que muchas palabras se equivocaban de sitio.

Hecha la introducción, hagamos las presentaciones.

Érase una vez un pescador de palabras.
Había empezado su oficio limpiando quillas de barco. Había en esas latitudes lapas y otros seres que se refugiaban en uno, sólo en uno, de los costados de un barco, como para no estar solos en el costado opuesto.
Al quitar las algas, entre moluscos y otros seres tentaculares salían enredadas otras palabras: calcetín, chusma, rabieta, carcajada, miedo, caramelo, desastre, cerca, azul, labio, siempre, nunca, insoportable
Con infinita paciencia y sentido del humor iba desenredándolas y colocándolas en su sitio: Las opuestas en el otro lado de la cubierta. Las más grandes las devolvía al mar, que por grande, podía contenerlas. Las otras las guardaba en los archivos rotatorios que siempre llevaba consigo clasificándolas para dejarlas en una historia, en la casa de algún amigo,  muy bien catalogadas por si en algún momento le servían para remendar o equilibrar cualquier barco o para sacarlas a la luz y observarlas, tan bonitas le parecían. 
A ese orden tardó en llegar. Al principio las guardaba en una caja de zapatos, pero cuando menos lo esperaba se ponían a discutir entre ellas y la maraña que se formaba era tal que tardaba varios días en desenredarlas

Un día de finales de verano, mientras hablaba con el dueño de un barco intentando quitarle un perfecto que le hundía el hombro, apareció sonriente Lía, la criatura que salió de un huevo desconocido.
-¡Hola! Veo que estás ocupado- dijo, y salió corriendo.
-¡Espera! ¿Dónde vas? ¡Se te ha caído una escama y parece valiosa!
Lía ya había desaparecido  entre sus carpetas.
-¡Vuelve!  ¿No ves que no sabré encontrarte si no me das pistas de quién eres?

Pero Lía sólo dejaba a su alcance el brillo de su cola de sirena. Y por un momento el pescador entristeció. -Nunca he conocido a nadie como tú.¿Has venido para hacerme rabiar?

A veces Lía le deja pistas, pero aún no la ha encontrado. Puede que, un día de estos, aparezca por entre alguno de los archivos.

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